Que no se mueran
La vida en el mercado de toda la vida era bonita y algunas, yo entre ellas, hemos fallado a sus tenderos. Aún estamos a tiempo de regresar. Nos están esperando
El otro día mi madre me habló del mercado de Ondarreta, al que yo la acompañaba en mi niñez. Antes, tenía un rótulo rojo con letras blancas infladas en el que podía leerse su nombre. Nada más entrar, había una de esas atracciones infantiles de formas múltiples —patos, motos, plutos o naves espaciales— en las que echando cinco duros, te mantenían un rato entretenida con el movimiento y la música del coche fantástico o cualquier otro gran éxito. Lo cierto es que me encantaba ir con ella porque me parecía un sitio animadísimo, lleno de gente, sobre todo mujeres, olores mezclados y sonidos de zoco... alcorconero, claro. Era como una ciudad pequeña en la que convivían fruterías, panaderías, herbolarios y ultramarinos, un comercio hermoso que, por su apariencia, ya entonces, parecía de otro siglo.

No obstante, si mi madre me avisó no fue para hacer un revival sino para transmitirme, con pena honda, que nuestro mercado de siempre está agonizando, así que fui a comprobarlo. Me encontré con un murmullo apagado, en sustitución del bullicio alegre que recordaba. Por su única calle se cruzaban, sin chocarse, cinco o seis clientas y les sobraba espacio y en buena parte de los puestos, había carteles de se alquila o se vende. Cuando se jubilaron sus propietarios, nadie les sucedió y ahí continúan los cierres echados, como guardando un luto metalizado de los que se fueron para no volver.
Los hermanos Durán, Antonio y Agustín, son de los más antiguos en el lugar. Sobre su mostrador hay un cesto lleno de caramelos, exactamente igual que cuando yo era pequeña. Más de una vez, me dieron a mí, pero ellos no se acuerdan. Los dulces son solo uno de los ejemplos de la manera de relacionarse que se daba en ese microcosmos. No se intercambiaba únicamente mercancía por dinero, se charlaba y la expresión "qué tal estás", significaba algo de verdad.
"Fíjate cómo estaba, paseando", comenta Antonio, que aguardaba fuera del puesto a la espera de que alguien se acercara. Lo de que la galería esté vacía, me explican, se debe a que están rodeados de supermercados. "En menos de un kilómetro hay más de una decena", afirma Agustín, y contra sus horarios no se puede competir. Por otro lado, la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral ha modificado las costumbres y "ya no vienen por las mañanas a comprar, prefieren hacerlo los fines de semana y en las grandes superficies".

¿Por qué tendríamos que venir aquí?, quise saber, "pues porque en los mercados les damos calidad garantizada y todo es más humano. El trato es personalizado y hasta les hacemos recomendaciones y pueden reclamarnos si no les gusta lo que les hemos aconsejado. Nada que ver con comprar comida envasada en un plástico. Lo que pasa es que la gente joven no se alimenta de forma correcta", apunta Antonio. "Encima, cuantos más puestos cierran, menos personas vienen. Solo se mantienen los fieles. Tendrían que poner facilidades para que se animen a sumarse las nuevas generaciones", añade su hermano.
La vida en el mercado era bonita y algunas, yo entre ellas, les hemos fallado. Aún estamos a tiempo de regresar. Nos están esperando.
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