Mame Mbaye, el mantero que odiaba ser mantero
El hombre senegalés que murió este jueves llevaba 12 años en situación irregular. Su sueño era hacer dinero y volver a su país


Mame Mbaye, de 35 años, odiaba ser mantero, pero vivía vendiendo zapatillas y bolsos falsificados. Durante 12 años en España, prácticamente, no consiguió hacer otra cosa. “Creo que nadie quiere ser mantero, pero él se quejaba mucho. Pasaba temporadas en casa sin salir. No quería hacerlo más”, lamenta Cheika, de 40 años, uno de los hombres que se presentan como sus compañeros de piso en el barrio de Lavapiés. “Era un hombre bueno. Más bueno que yo”, insiste Mbay, otro de los amigos. Todos prefieren no dar su nombre completo. Reconstruir la vida de un mantero sin documentación, que debe vivir en la frontera de la clandestinidad, es complicado. Ayer, entre la conmoción por su muerte, circulaba un aluvión de datos sobre su biografía, algunos de ellos contradictorios.
La mayor preocupación de Mbaye, que murió este jueves de un paro cardíaco, era no conseguir salir de la situación irregular. Sus colegas lamentan que desde que desembarcó en España en 2006, Mbaye no había podido volver a visitar a su familia, a la que dejó atrás en el humilde pueblito de Pire Goureye, en el oeste de Senegal.
Mbaye Intentó conseguir la residencia en España tres veces, mantienen sus amigos, pero siempre se la denegaron. “Los de la empresa que intentaban hacérsela debían dinero a Hacienda y esas cosas. No estaban al día”, explica Cheika. “Siempre había algún problema. Él solo quería tener un contrato y poder trabajar en la construcción”, recuerdan.
Sus jornadas en las calles de Madrid eran extenuantes, pero garantizaban apenas su supervivencia. Los meses buenos de los manteros, cuenta Cheika, llegan con el buen tiempo cuando, si hay suerte, pueden ganar hasta 500 euros al mes. “El resto del año no se llega ni a pagar el alquiler. Tenemos que ayudarnos unos a otros”. El piso que Mbaye compartía con sus cuatro compatriotas cuesta 940 euros al mes. Todos los meses enviaba lo que podía a sus hermanos.
Huir de agentes municipales siempre fue parte de la rutina y las patrullas policiales marcaban sus horarios e itinerarios incluso antes de salir de casa. No temía tanto una detención, sino perder su mercancía. En las mantas, llenas de perfumes, gafas o bolsos que compraba en el mismo barrio, hay una inversión de cerca de 150 euros. Una fortuna para Mbaye y sus compatriotas.
Sus amigos repiten que el fallecido era un chico tranquilo, “un buen musulmán” que ayudaba la gente. “Era uno de los que cocinaba en casa para ayudar a los compañeros que estaban más necesitados. Siempre estaba dispuesto a ayudar”, asegura Matma, el tercero de sus compañeros, de 27 años. En la foto que ceden a este periódico, Mbaye viste guantes de goma mientras colabora en la limpieza de la Asociación de Inmigrantes Senegaleses.
En su piso compartido con cinco compatriotas se levantaban a las nueve de la mañana para rezar, desayunaban café con leche y pan, leían algunos trechos del Corán, las noticias del día y salían a trabajar. Mbaye, como mandan los preceptos islámicos, no bebía ni fumaba y solía jugar al fútbol con los chicos del barrio. Su amigo Cheika cuenta que nunca conoció a alguien que le gustase para casarse y que, sin papeles, no se planteaba unirse a una mujer en Senegal. “No tenía sentido para él si no podía ir nunca a verla”.
Mbaye no cultivaba grandes ambiciones, pero tenía un sueño enorme. El mismo que comparten muchos que este viernes lloraban su muerte en la plaza Nelson Mandela. “El sueño de casi todos aquí”, anuncia Cheika, “es hacer dinero y volver a Senegal”.
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