Defraudar
Se abre la posibilidad de empezar a regenerar las finanzas, la política y la economía, poniendo sobre la mesa que la ingeniería fiscal, a pesar de ser a menudo legal, es antisocial
La mayor virtud de los #papelespanama, la investigación que está haciendo públicos los nombres de personas y empresas que operan a través de sociedades opacas, es poner sobre la mesa el debate sobre el fraude fiscal, y quizás empezar a generar un estado de opinión menos tolerante con aquellos que mienten y esconden para no participar en la financiación de lo público.
Este debate es especialmente bienvenido en nuestro país por, como mínimo, tres motivos. Por una parte, porque las cifras de fraude en España son vergonzosamente elevadas. Según un informe sobre El avance del fraude en España durante la crisis publicado por el sindicato de técnicos de Hacienda (Gestha) y la Universidad Rovira y Virgili, más de 253.000 millones de euros (¡) escapan en España al control del fisco. Esto supone el 25,6% del Producto Interior Bruto, y 6,8 puntos por encima de las cifras de 2008, antes de la crisis. Básicamente, si fuéramos capaces de poner fin al fraude fiscal, aquí ataríamos a los perros con longanizas. Si nos ciñéramos a objetivos más realistas y realizables y aspiráramos a armonizar nuestro fraude fiscal con la media europea o mundial (10 puntos por debajo de la española) podríamos decirle adiós a la crisis mañana mismo. ¿Se lo imaginan? Volver a encontrar trabajo, no sufrir por si enfermamos, recuperar a los que se han ido a buscarse la vida lejos lejísimos.
El segundo motivo es la tolerancia política con el fraude. Ni siquiera en los momentos más duros de esta crisis interminable, cuando los recortes empezaron a erosionar estructuras clave del estado del bienestar, cuando empezamos a saber que hay niños y niñas a nuestro alrededor que no consiguen comer tres veces al día, cuando supimos de suicidios por no poder pagar la hipoteca, ni siquiera entonces, ni ahora, hemos visto a ninguno de los grandes partidos apostar por la lucha contra el fraude fiscal como prioridad política. Al contrario, las poquísimas medidas emprendidas con las grandes fortunas se han limitado a una amnistía fiscal para recuperar las migajas de lo defraudado anteriormente. El mismo estado que entra a golpes en las casas de los que no pueden pagar la hipoteca, se viste de mayordomo, agacha la cabeza y, haciendo genuflexiones, pide disculpas a los defraudadores por pedirles que cumplan un poquito de la ley.
Finalmente, la necesidad de empezar a encarar el debate sobre el fraude fiscal responde también a la tolerancia social. Aunque es evidente que el problema principal para las arcas públicas no son los autónomos que a veces facturan o pagan sin IVA o no declaran, sino las grandes empresas evasoras que, a través de mecanismos tanto ilegales como legalizados, consiguen esconder y desviar millones, lo cierto es que será imposible cambiar mentalidades y prácticas políticas si el debate no se aborda a todos los niveles. Mientras el éxito defraudador del autónomo siga siendo recibido con palmaditas en la espalda y no con miradas de reprobación, hasta que el imaginario público no conecte cada euro defraudado con peores escuelas, listas de espera más largas en la sanidad pública o menos coches de bomberos, será difícil que la mirada de reprobación se extienda hasta los grandes defraudadores.
Afortunadamente, los casos de la infanta Cristina y los Pujol han ido generando ya un clima de opinión más severo ante la apropiación de lo público o la ingeniería fiscal. Igualmente, el sistema ideado por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación de repartir la información entre periodistas de 76 países ha conseguido algo hasta ahora impensable: la imposibilidad de censurar ninguna parte de la información por parte de ningún medio debido a sus conexiones políticas o empresariales. Gracias al trabajo colaborativo, las miles de páginas de la filtración panameña se irán haciendo públicas y ninguna persona o ente tiene capacidad para pararlo.
Se abre, pues, la posibilidad de empezar a regenerar las finanzas, la política y la economía, poniendo sobre la mesa que la ingeniería fiscal, a pesar de ser a menudo legal, es antisocial. Y mientras no se creen los mecanismos legales para atajarla, podemos activar mecanismos sociales de ostracismo. Al defraudador, ni agua.
Gemma Galdón es doctora en Políticas Públicas.
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