Comidas al horno
En el asado se esconde la identidad, se vuelve a matar, se disfraza lo crudo, se enmascara la carne y la sangre de las bestias y la dureza áspera de aquello que nace con raíces

Un olor tenue y la música crepitante nacen de una alquimia de calor, es una sinfonía que cuece, tuesta y hierve. Estos ambientes surgen ocultos en las panzas de los hornos, lentos o furiosos, rudimentarios y tecnológicos. Se juega-crea, se tienta el equilibrio, se busca el punto y el matiz crujiente. La materia debe ser comestible, saludable. Basta transformarla.
En el asado se esconde la identidad, parece que se vuelve a matar, se disfraza lo crudo, se enmascara la carne y la sangre de las bestias y la dureza áspera de aquello que nace con raíces.
Es una ceremonia de fiesta. Se cierra la boca del escondite doméstico y empieza el juego del fuego, la digestión previa de las comidas y manjares.
Encender y calentar el horno para cocinar, sea un vanguardista o rudimentario de gas, arcaico de leña o de ultrasonidos.
Situar una plata o una cazuela en el horno es una ofrenda y una duda. Se abre un espacio y paréntesis para la fractura de la rutina y la urgencia de menú diario, rápido y carente. Hacer algo al horno no es un cotidiano.
La decisión de salvar y usar toda la energía primaria del fuego, de ahorrar y sacar provecho de los productos o elaboraciones, obligaba a emplear, economizar, el calor generado en una cadena de oportunidad.
El circuito de usos y horneados pasa por hacer pan, empanadas, tortas, tortas esclafades, pimientos asados, patatas y boniatos, hechos entre ceniza, enterrados entre las brasas del rescoldo. Hay guisos y arroces horneados, rellenos de verduras; se tuestan almendras con cáscara (doble horno) o los cocovets (cacahuetes) de cultivo local. Así es o fue en cualquier horno de una casa (campesina o señora) en un carrusel de producción artesana.
Asar (sacrificar) el cordero, el me, xot, cabrit, bestiar (palabra ésta usada en Ibiza) por Pascua es una motivación bíblica, tradición y cultura. Sobre la lechona/porcella que solo era comida de Navidad y ahora es cotidiana (de fiesta) no hay escritura mágica o adorada pero si el éxito de los hechos popularizados. Obviamente el protagonista, el cadáver del animal de pelo, pluma o escamas, aparece en escena y pronto es deshecho y festejado hasta su ausencia.
Amasar, multiplicar la harina con agua, levadura y fuego, es la raíz del hito ritual. Como lo es dorar el hojaldre mínimo de las vueltas y el fondo de las ensaimadas ciertas, propias, de quien sabe hacerlas. Es excusa de gran evento que justifica el invento del horno.
La vida, la barriga y la salud de los humanos empezaron a definirse con las llamas que mistifican, conservan o camuflan los alimentos.
La cocina, la mesa, ha progresado poco, ciertamente. Nada. Casi es la misma ahora que la de la de la hoguera escondida en las cuevas de los primitivos isleños, que hacían fuego con piedras y espiras, pedernal, sobre el carbón mínimo de la carramutxa (albó).
En una fiestecita insular de poesía, vino, música y voces de rigor, Maria del Mar Bonet y Biel Mesquida dieron cuerpo a los poemas de Joan Manresa, quien dijo sus versos dibujados por Andreu Maimó en L’ombra blava de les figueres.
Un microcochino sacrificado en homenaje resultó una escultura de cobre, un múltiple. Oficiaron el editor Miquel Campaner y el arquitecto Rafel Moranta. El sobrasadero Pep Lluís Munar, el pintor Pep-Maür Serra y la felina Cathy Sweeney dieron fe de los días y las cosas en una noche fría donde las palabras de Joan Manresa fueron canción payesa de la Bonet, un menú contra el frío y el olvido de lo fugaz.
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