Nadie gemirá nunca bastante
La reivindicación de la República obedece al síndrome contra el olvido y al desencanto
Cuando se contemplan documentales filmados en vivo de la proclamación de la República todavía sobrecoge la terrible alegría con la que millones de ciudadanos acogieron el acontecimiento, una alegría tan visceral como epidérmica, una alegría ajena a las consignas, una auténtica granizada de entusiasmo popular no solo porque el Borbón de turno tendría que largarse de inmediato, y ya era hora, sino porque ahora iba a verse lo que había que ver y cómo la gente iba a ser feliz en cosa de unos meses. Vistos ahora dan ganas de llorar en solidaridad con las esperanzas perdidas y con ese júbilo compartido que vino a quedar en casi nada, ya que, como siempre, la derecha no tolera más entusiasmo que el suyo, a santo de qué esos miles de analfabetos creyeron que se dirigían hacia una felicidad bien ganada, por Dios, se les ametralla como es debido y a otra cosa. Y así la República vino a durar lo que un lirio destrozado por los cerdos, y de ella queda una nostalgia de lágrimas y un recuerdo remoto y en tinieblas tantas veces de lo que pudo ser y no fue. Queda un sentimiento, una apetencia de objetivos inconclusos, una sensación rara de que en esta democracia se ha colado algún Alien como pasajero al que resulta preciso expulsar de la nave, un desasosiego tan insistente como un problema irresuelto.
La reivindicación de la República obedece tanto al síndrome contra el olvido como al desencanto ante la triste realidad de nuestra democracia actual, razones legítimas para desear que aquí haya otra cosa como instancia superior de gobierno. Juan Carlos es Juan Carlos y su familia es su familia, urdangarines incluidos. Pero en la Italia republicana se les cuela un tipo como Berlusconi, entre otros facinerosos; en la francesa una tal Marine le Pen, y en la de Guinea otro tal Obiang, por no hablar de Putin el ruso, entre tantos otros países que se gobiernan sin realeza. ¿Una república, por el hecho de serlo, garantizaría la ausencia de chorizos en los tentáculos de su gobierno? ¿De verdad alguien cree que Rafael Blasco, su querida esposa Consuelo, Zaplana, Camps, el primer Fabra, Castedo, Alperi, y tantos otros, para no hacer interminable esta lista de ignominia valenciana, se habrían abstenido de hacer lo que hicieron y harán todavía de haberse afanado bajo una República y no de una Monarquía? ¿O es que fue el Rey en persona, y no sujetos como Bárcenas, Correa o El Bigotes, quien los impulsó a regodearse en la indecencia?
¿República? Bienvenida sea, y así los Borbones se tomarían al fin un más que merecido descanso en las islas griegas. Medios no han de faltarles para ello, ya que bien se ha visto que son tan ahorrativos como la abrumada ama de casa que no llega a fin de mes, así que parece improbable que esa minucia acabara en encontronazo civil. Los tiempos cambian que es una barbaridad, hasta que la barbaridad se convierte en tiempo. Y quizás es tiempo lo que nos falta para comprender que la forma de gobierno no es inocua, pero tampoco determinante. Quizás porque el poder verdadero reside en otra parte.
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