El turno de la catatonia
Los temas se suceden con vértigo y sin ningún sonido articulado que pudiera homologarse a un saludo

Vaya, el consenso en torno a Crystal Castles no era tan universal como señalaban los augures: apenas dos tercios de entrada anoche en La Riviera. Quizás siga desconcertando esa mezcla de electrónica desaforada y apocalipsis, esa apoteosis del mal rollo, una rave patrocinada por un gabinete de psicoterapia. Y todo por gentileza de las maquinitas flipadas de Ethan Kath y esa voz amorfa de Alice Glass, como un transistor con interferencias.
En el universo cacofónico y anfetamínico del dúo canadiense no se estila la puntualidad ni el contacto visual con la parroquia. Damos por supuesto que a nadie se le ocurrirá suplantar a los oficiantes, pero una infranqueable barrera de niebla hace imposible cualquier verificación. Llevó incluso un rato atisbar una batería al fondo del escenario, despilfarro insólito cuando hay barra libre para la música enlatada.
Sería ridículo extraer conclusiones sobre las cualidades vocales de Alice: lo que escuchamos es irreal y, por tanto, tan irrelevante como si las melenas que ondulaban entre tinieblas perteneciesen a otra dama. A falta de mejores argumentos, ayer debíamos asumir que era el turno de la catatonia. Los temas se suceden con vértigo y sin ningún sonido articulado que pudiéramos homologar como saludo. La dictadura absoluta del dos por cuatro hace el resto: se puede brincar, establecer paréntesis para hermanamientos químicos o carnales y retomar el brinco. El reenganche, como en las ordenanzas militares, es automático.
El tema inaugural, Plague, simboliza la vertiente punk, con voz de megáfono. El siguiente, Baptism, representa el plan B: más críptico y pretendidamente melódico. En realidad, las buenas noticias no llegaron hasta el final. Not in love sí es un jitazo, aunque sea una versión de Platinum Blonde. Alice terminó lanzándose al público en Yes, no. Y justo después, tras unos piadosos 67 minutos, la cosa había terminado.
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