Otra muda de piel del Sónar
El festival redefine su identidad con el cambio de emplazamiento

Un día el Sónar amaneció sin chill-out y todo el mundo se quedó pasmado. La electrónica no necesitaba el chill-out,se nos dijo. Luego se entendió que el festival tenía una idea de sí mismo que no casaba con una manoseada palabra estacional. Punto y final. El Sónar siguió. Se redefinió cada cierto tiempo, pero siempre fiel a una crucial dualidad alentadora entre día y noche, para la que se integró de día en un museo y se escabulló de noche en el anonimato de unos hangares. No era un festival al uso, sólo de música, no era sólo un festival de música electrónica, previsible, era algo tan abierto, interdisciplinar, cambiante, sugestivo y poliédrico que no cabía en meros locales de conciertos. El museo fue la ayuda que el sol envió al Sónar.
Y en el museo cupo todo lo que en buena medida era extremo, sorprendente o inexplicable: conciertos que como objetos preciados sólo cabían en una sala de exposiciones; exaltaciones estruendosas que celebraban la existencia del ruido puro en las tripas del Hall; cientos de ingenios fabulosos que el arte contemporáneo y la tecnología digital desperdigaban por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y el Macba; conferencias en salas que recordaban clases magistrales e incluso actuaciones en lugares no pensados para tal fin. El Sónar, gracias en buena medida al diurno, no sólo era una propuesta de contenido audiovisual, sino una obra en sí mismo que incorporaba el continente: espacios museísticos enclavados en el Raval, la vida de la vieja ciudad. Una hermosísima metáfora.
Por cosas como éstas el Sónar sólo se ha tenido a sí mismo como referente, él es su propio modelo. Comenzó con tres noches de programación y cuando lo creyó oportuno las redujo a dos; pasó de sala a carpa y luego abandonó la Mar Bella y con ella aquellos amaneceres frente al mar iluminando los contrastes entre quienes madrugaban al trote y los que continuaban bailando al galope; consiguió liberarse de la esclavitud de ser siempre estupendo y moderno, confeccionando sus programaciones sin atender ortodoxias selectas; usó padres, perros, futbolistas y meados en su imagen y se exportó como marca incontestable. Y todo ello sin alzar la voz. Probablemente porque cada decisión pareció fruto de la voluntad de su equipo gestor, que interpretó antes que nadie y de manera acertada aquello que requería la criatura. No en vano eran sus padres.
Pero esta vez el cambio toca la base misma del festival, su concepto dual, una de sus ideas fuente. El tiempo dirá si el despliegue del festival en su nueva ubicación conduce al entorno museístico del Raval al mismo rincón olvidado donde moran el chill-out y la Mar Bella; si la migración se produce en pos de un crecimiento ya imposible en el centro, si se desea renovar un modelo que desde algunas ediciones daba síntomas de estancamiento o, simplemente, si el nuevo reparto de poder político y cultural ha roto equilibrios. Lo innegable es que ya nada será igual. Lo mejor que se puede desear para Barcelona es que el Sónar, como la serpiente que muda la piel, haya dejado atrás aquella que le impedía seguir creciendo.
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