No hay más cera de la que arde
La sustitución de Ramoneda al frente del CCCB pone en evidencia la falta de masa de creación de pensamiento del nacionalismo conservador catalán
El penoso episodio de la sustitución de Josep Ramoneda al frente del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) ha puesto en evidencia lo que era un secreto a voces: la falta de masa crítica en la máquina de creación de pensamiento del nacionalismo conservador catalán, la falta de un relato creíble y la ausencia de cuadros capaces de saber que no es lo mismo cultura que gestión cultural. Por decirlo de otra manera: desde Max Cahner, Convergència i Unió no ha vuelto a tener a ni una sola figura con el suficiente peso intelectual que le permita articular un discurso cultural coherente.
La larga hegemonía del pujolismo tuvo efectos devastadores para la socialmente imprescindible creación de un vivero de pensamiento que ahora debería estar dando sus frutos. El resultado es el páramo en el que nos encontramos. Y es que no hay más cera de la que arde. Si escarbamos un poco en los currículos de quienes ahora, desde su sintonía y complicidad con el poder en plaza, exigen para sí y para sus amigos el control de las instituciones culturales, no encontraremos nada. Al menos nada relevante; ni una sola idea sugerente, ni un atisbo de respuesta a las preguntas que nos hacemos los humanos. Tan solo mediocres escritos sobre la escurridiza y manida cuestión de las identidades —que desde Herder sirven tanto para un roto y para un descosido— y extravagantes biografías de oscuros ideólogos macedonios o de cualquier otro pueblo en proceso de fabricarse un traje a medida.
Ninguna sociedad mínimamente segura de si misma; ningún país que aprecie sus instituciones y valore las capas de trabajo y conocimiento que subyacen en cada equipamiento cultural, permitiría que el partido político que en cada momento ocupa el Gobierno considere que es el propietario de los museos, teatros, bibliotecas o academias de titularidad pública y que tiene derecho a echar a quienes allí trabajan y colocar a los suyos, porque “ahora es nuestro”. Ni siquiera al monarca republicano François Mitterrand se le pasó por la cabeza colocar al frente del Museo del Louvre a su amante Anne Pingeot, quien por otra parte era una de las principales conservadoras del Museo d'Orsay.
Resulta paradójico que tras más de 30 años de fer pais, descubramos ahora que todavía no nos lo creemos, que carecemos de los mimbres básicos de cualquier sociedad madura y que seguimos obligados a reinventarnos como Sísifos cada vez que cambian los aires de algo tal banal como la política.
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