Condenados a 25 años de prisión dos responsables de la peor masacre carcelaria de Argentina
Un tribunal considera “una grave violación de los derechos humanos” los hechos por los que en 1978, en dictadura, murieron 65 presos y más de 80 resultaron heridos graves en el pabellón séptimo de la cárcel de Devoto, en Buenos Aires

El 14 de marzo de 1978, en plena dictadura militar en Argentina, una requisa en el pabellón séptimo de la cárcel de Devoto, en la ciudad de Buenos Aires, desencadenó una feroz represión seguida de incendio, que dejó un saldo de 65 presos muertos y más de 80 que resultaron heridos de gravedad. Se trató de la mayor masacre de la que se tenga registro en el servicio penitenciario del país. A 47 años del episodio, que durante décadas se conoció como “el motín de los colchones”, invirtiendo la responsabilidad de los hechos, la Justicia finalmente consideró que se trató de una “grave violación a los derechos humanos” y condenó a dos expenitenciarios por su responsabilidad en la masacre del Pabellón Séptimo.
En su veredicto, el Tribunal Oral Federal N° 5 resolvió condenar a 25 años de prisión al exdirector del Instituto de Detención de Devoto, Juan Carlos Ruiz y al exjefe de la División Seguridad Interna, Horacio Martín Galíndez, por imposición de tormentos reiterados a 88 personas y por tormentos seguidos de muerte reiterados en 65 casos, mientras que decidió absolver al excelador de la División Seguridad Interna, Gregorio Bernardo Zerda. El tribunal consideró que el hecho fue una “grave violación a los derechos humanos” y lo consideró por lo tanto imprescriptible.
Tanto la querella —integrada por las abogadas Claudia Cesaroni, Natalia D’Alessandro y Denise Feldman— como el fiscal general de la causa, Abel Córdoba, habían solicitado para los tres imputados penas de entre 22 y 25 años de prisión y que el delito sea considerado de lesa humanidad. Durante los alegatos finales, Córdoba consideró que los acusados “mostraron desprecio por la condición humana de las víctimas”, que fueron “destruidas como si fueran residuos”.

En marzo de 1978, la cárcel de Devoto estaba sobrepoblada. A los presos “comunes” se habían sumado, un tiempo antes, alrededor de mil presas políticas que la dictadura militar había puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Devoto era, en ese contexto, la “cárcel-vidriera” que los militares mostrarían a los organismos internacionales de Derechos Humanos que visitarían el país tras las graves denuncias de secuestros y desapariciones forzosas a miles de personas. Faltaban, además, menos de 80 días para el Mundial del 78.
En ese momento, el pabellón Séptimo alojaba a 161 presos aunque sólo había camas para 70. El resto dormía en colchones sobre el piso. En esas condiciones, el único lujo que tenían era un televisor blanco y negro. La noche del 13 de marzo de 1978, los reclusos veían la película El cañonero del Yang Tsé cuando a las 23.30, media hora antes de que finalizara el horario permitido, el celador Gregorio Zerda —a quien llamaban “Kung Fu” por su carácter— les ordenó a los gritos que apagaran el televisor. Jorge “Pato” Tolosa, uno de los presos más influyentes del pabellón, se negó, en nombre de los internos, porque aún estaban dentro del horario. “Ya vas a ver”, le contestó el guardiacárcel. El film terminó y todos se fueron a dormir, pero en medio de la madrugada cuatro penitenciarios irrumpieron en el pabellón para buscar a Tolosa. Él se resistió: sabía que, en el mejor de los casos, lo que le esperaba a esa hora era una brutal golpiza y la celda de castigo.
A la mañana siguiente los reclusos se levantaron temprano: era día de visitas. “Todos nos estábamos preparando para recibirlas, en mi caso, esperaba a mi mujer y a mi beba. Algunos hacían tortas o alguna comida para compartir con la familia”, cuenta Hugo Ciardiello, un sobreviviente de la masacre, que en ese entonces tenía 25 años y, aunque no tenía ninguna condena, permanecía detenido en la cárcel. Algunas semanas antes, un grupo de policías de civil allanaron sin ninguna orden su casa en Villa Tesei, en el partido bonaerense de Morón, y se lo llevaron detenido, según los oficiales, por un supuesto paquete de marihuana. Después de pasar 10 días en una comisaría, lo trasladaron a la cárcel de Devoto, sin conocer todavía el motivo de su detención.
Esa mañana, sin embargo, todo marchaba con cierta tranquilidad. “Hasta que en un momento sonó el silbato de la requisa. Entonces teníamos que desnudarnos completamente y correr hacia el fondo del pabellón donde nos revisaban, revolvían todo y se iban. Pero esa mañana fue distinta”, recuerda Ciardiello. En lugar de los 20 o 30 agentes penitenciarios habituales, esta vez eran más de 60. “Entraron fuera de sí, a los gritos y repartiendo garrotazos, querían sacar a Tolosa a la fuerza y nos intimidaban a todos”. Para impedir la represión, un grupo de reclusos movió las camas de hierro e improvisó una suerte de barricada. “El pabellón quedó partido a la mitad: de un lado, los penitenciarios; del otro, los detenidos. De nuestro lado, como no había nada más que papas, cebollas o alguna otra verdura, le tiraban con eso. Yo miraba sin entender qué pasaba, nunca había estado detenido antes”.

Los penitenciarios retrocedieron, trabaron las rejas y les lanzaron gases lacrimógenos y disparos con armas de fuego. En un pabellón sobrepoblado y con escasa ventilación, el caos se desató. “Todos corrían desesperados, otros se arrastraban por el piso. Yo llegué a esconderme detrás de una columna de unos 10 centímetros cuando de repente sentí una llamarada”, describe Hugo Ciardiello. Los colchones de las camas se habían prendido fuego y, en cuestión de segundos, avanzó por todo el pabellón. “Se nos vino encima una nube negra y un calor infernal que yo pensé que me estaba prendiendo fuego vivo. No se veía nada más que la claridad de las ventanas que estaban en el fondo y que no tenían vidrio, sólo rejas. Todos intentamos subir desesperados para respirar aire, pero cuando me agarré de la reja noté que me estaba quemando las manos con el fierro que ya estaba hirviendo”.
En la oscuridad total, Ciardiello se refugió en el fondo del pabellón, tapando su cara con una toalla húmeda, y desde ahí veía caer “como moscas” a sus compañeros desde las ventanas. Tiempo después supo que afuera dos helicópteros disparaban a quienes intentaban respirar por la ventana. Adentro, mientras el fuego arrasaba todo a su paso y consumía el cuerpo de los detenidos, las autoridades penitenciarias impedían la entrada de los bomberos. “No sé cuánto duró el incendio, pero lo que vi una vez que se fue el humo fue terrible. Eran pilas de metro y medio de compañeros muertos. Intenté ayudar como pude a quienes habían quedado atrapados, pero mis brazos eran hilachas de piel que el calor me había desprendido”, describe Ciardiello sobre esa trágica mañana que todavía hoy, a sus 72 años, lo atormenta.
En el pabellón Séptimo también se encontraba cumpliendo su pena Hugo Cardozo, un joven de 19 años que había caído detenido por robar un auto. En medio del fuego, tirado en el pabellón, pensó que era el fin de su vida y se entregó. Recuerda que en ese momento sintió “una paz tremenda”, pero de golpe la consciencia le volvió. Aunque apenas podía caminar con los pulmones afectados por el humo tóxico y las ampollas que el calor le había provocado en todo el cuerpo, juntó fuerza para mover junto a otros compañeros las camas que todavía estaban al rojo vivo y así poder salir del pabellón. Creyó que afuera los esperaban médicos para auxiliarlos, pero no fue así. Al igual que muchos de los que lograron sobrevivir, Cardozo fue sometido a bajar tres pisos corriendo mientras los agentes les pegaban garrotazos en sus cuerpos ya lacerados. Luego fueron alojados en las celdas de castigo, con compañeros que fallecían ahí mismo por el estado crítico de las quemaduras.

“Un marco de impunidad total”
“La masacre del Pabellón Séptimo fue la mayor de la historia carcelaria del país y se hizo así, tan deliberadamente, por el contexto en el que estábamos en el país. Si bien hasta el día de hoy hay muertes por goteo en cárceles y lugares de encierro, una masacre de esta magnitud sólo pudo ser posible en un marco de impunidad total como el que vivimos durante la dictadura militar”, asegura Cardozo. “En esa época no tenían ningún reparo en tirar personas vivas al Río de la Plata o en torturar a mujeres embarazadas y a niños delante de sus madres. Entonces, ¿qué reparo iban a tener en pulverizar a un pabellón de presos comunes, un pabellón de ‘cachivaches’ como nos decían?”
Encerrados en las celdas de castigo, esperaron varias horas hasta ser atendidos y derivados a hospitales cercanos donde permanecieron internados, con curaciones en la piel, durante meses. Aunque el juez Guillermo Federico Rivarola tomó declaración a algunos sobrevivientes los días siguientes, la causa quedó caratulada como un motín, invirtiendo la responsabilidad de los hechos: así lo habían reportado las autoridades penitenciarias y así lo replicaron luego los medios de comunicación. El rótulo condenó a sobrevivientes y familiares de víctimas a un silencio total.





En ese tiempo, lo sucedido en el pabellón Séptimo fue “una marca en la familia de deshonra, de vergüenza, de miedo, de disciplina”. Así lo describe Verónica Sosa, hija de Dante Sosa, un muchacho “sagaz y picarón” de 24 años que en la década del 70 llegó de La Pampa a la Capital Federal. A sus cuatro años, a Verónica le hablaron de un accidente para explicar la ausencia de su papá. Pasó más de una década hasta que una tarde, después de ver un programa de televisión que contaba el episodio de Devoto, que coincidía con el aniversario del fallecimiento de su papá, se animó a buscar el certificado de defunción: carbonización en segundo grado y asfixia. El Estado, considera, le debe una explicación: “Siempre digo que hubiera preferido un padre preso y visitarlo en una cárcel, que tener un padre muerto, carbonizado, al que no se asistió y al que el Estado hizo caso omiso durante 47 años”.
A sus cinco o seis años, a Verónica Ambrosio su familia le explicó que había sido a causa de una enfermedad que había fallecido su hermano mayor, Armando, un joven de 19 años, rebelde e inquieto. “Y eso creí hasta que cuando cumplí 15 años, a modo de regalo, le pedí a mi hermana mayor que me contara toda la verdad. En ese momento, me contó la historia del ‘motín de los colchones’”, cuenta la mujer. Cuando enfrentó a su familia, nadie quiso hablar. “Por eso digo que mi hermano no murió solamente en lo material, sino que lo arrancaron de la memoria de mi familia porque se transformó en algo de lo que no se hablaba, en un tabú, porque en esa época no se podía reclamar justicia”.

Respecto a la sentencia, agrega: “A mi hermano no me lo van a devolver, pero me gustaría que la reparación pase por modificar las condiciones de encierro de las personas privadas de su libertad en nuestros días, por tomar medidas para que algo como esto no vuelva a ocurrir”. En su último informe, el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas alertó que la situación en los lugares de encierro en la Argentina “es grave” e instó a “adoptar medidas urgentes para garantizar condiciones de detención acordes a los estándares internacionales”.
Cuatro décadas después, y tras un juicio que ayudó a iluminar lo sucedido en las cárceles comunes durante la dictadura militar, sobrevivientes y familiares de víctima celebran haber “sacado del olvido” la causa y que, aunque con un veredicto “agridulce”, la Justicia haya condenado el hecho como lo que fue: la Masacre del Pabellón Séptimo. Aunque con cierta desazón, el sobreviviente Hugo Cardozo pondera: “Estoy tranquilo porque hoy logramos que se le dé nombre a las víctimas, a las 65 personas asesinadas que estaban en el olvido y que hoy un juez tuvo que leer cada uno de sus nombres en un veredicto condenatorio. Me juré ser la voz de ellos y hoy pueden descansar en paz”.
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