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Corrupción
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El periodismo de investigación y la verdad como estorbo

Hoy solo importa demoler al mensajero para que aquello que informa deje de tener valor

Hugo Alconada Mon

Esto que contaré me consta. Lo narraré en primera persona porque lidio con ello a diario, pero se trata de un flagelo recurrente y generalizado que termina por afectarnos a todos. Es, en suma, un mecanismo de censura contemporáneo que nos aqueja a muchos.

La cuestión es así: cada texto que publico en EL PAÍS o en el diario argentino La Nación lo subo a las redes sociales y plataformas digitales para expandir su alcance. Pero se ha convertido en una constante: posteo el material, refresco la página y ya hay quienes clickearon “me gusta” —a un texto que aún no leyeron—, otros que lo criticaron sin tampoco haberlo leído y algunos más que ya me insultaron. No importa la hora: siempre habrá alguien dispuesto a insultar, como ocurrirá también con esta columna en Instagram, X, Facebook y otras redes.

Suelo participar, también, en charlas y conferencias, y al momento de las preguntas del público suelen repetirse dos: “¿Qué ocurrió con los Panamá Papers?”, plantea alguien afín al kirchnerismo; “¿Usted reclamó indultar a Cristina Fernández de Kirchner?”, inquiere un libertario. En ambos casos, con un tono que suele alejarse del interés genuino por escuchar una respuesta de primera mano y más cercano al fanatismo y al reproche, alimentado por tergiversaciones que prosperan en la esfera digital.

Quienes preguntan, claro está, al menos se abren a la posibilidad de tender un puente entre sus creencias y los datos externos. Abren un resquicio a la escucha, a diferencia de tantos —acaso la mayoría— que ya tomaron una posición y ni se molestan en preguntar. Y de esa cerrazón a la injuria hay un paso, facilitado por la impunidad que amparan las plataformas.

Porque no solo se trata de desinformación o ignorancia. La toxicidad que respiramos responde, también, al desinterés. Poco importa lo que he investigado sobre el kirchnerismo desde hace dos décadas, sobre el macrismo durante los últimos diez años o sobre los más recientes escándalos del mileísmo, como el caso $LIBRA o los enjuagues en la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis). Poco importan, también, las consecuencias de esas investigaciones porque la voracidad de un ciclo informativo de 24 horas licúa esos antecedentes sin remordimientos. Poco importan en el barullo de la post-verdad online. Las huestes digitales quieren que las condenas lleguen ya a los ajenos y jamás a los propios, consagrando una suerte de impunidad selectiva.

Así, la verdad se ha convertido en un estorbo para la identidad partidaria. Lo que importa es consolidar a los propios, ignorar a los ajenos —cuando no se declara “enemigos”— y dinamitar la credibilidad de todo aquel que pueda cuestionar las versiones aceptadas como verdades por nuestro colectivo, ya fuera planteando matices, dudas o preguntas. Es la estrategia del argumentum ad hominem. Importa demoler a la persona para que aquello que informa deje de tener valor. Este mecanismo no es una simple falacia lógica; es una herramienta de erosión de la confianza pública, base del sistema republicano.

No debería llamarnos la atención. Al fin y al cabo, lidiamos con jefes de Estado como Donald Trump y Javier Milei que, con su retórica o acciones, han pregonado que “no odiamos lo suficiente a los periodistas” o han impulsado la deslegitimación de la prensa en su conjunto, con herramientas estatales y paraestatales. Y con acólitos que sacan frases de contexto para denostar al blanco elegido, fogoneando ataques sistemáticos en las redes contra aquellos periodistas o referentes o figuras públicas a los que quieren desgastar.

Lidiamos, también, con pregoneros inasibles en la red a los que llamamos trolls: hombres y mujeres que atacan desde el anonimato a periodistas que no conocen, con base en textos que no leyeron y sobre temas que ignoran. Pero critican igual. Del mismo modo que hay quienes, desde el resguardo del teclado, cuestionan por su lentitud a un piloto de Fórmula 1 o por su físico a una actriz que enfrenta trastornos de alimentación.

Y eso, cuando los trolls son humanos. Porque las redes cada vez albergan más automatización y menos personas. Ya hay máquinas —bots— que se abocan a postear, difundir desinformación y propalar ataques, todos los días, las 24 horas. El problema somos nosotros, los agredidos, que a veces caemos en la trampa de responder a esos ataques anónimos y terminamos exacerbando a los agresores o, peor, debatiendo con meros algoritmos que generan más de la mitad del tráfico en Internet.

Me ha pasado, como les ha pasado a muchos. En más de una ocasión he evaluado responder a quien me insulta. E incluso invitarle un café, no para entrar en un ida y vuelta de improperios, sino con la intención de explicarle mi parecer, conocer el por qué de su malestar y sugerirle matices. Y me he descubierto dedicándole minutos irrecuperables de mi vida a bloquear cuentas que me agreden, para luego abandonar la tarea y resignarme a cosechar agresiones, ignorándolas. Porque los insultos no son críticas; son intentos de censura por desgaste y agotamiento.

Porque sí, al igual que tantos más, seguiré adelante con aquello que considero relevante: investigar e informar. Y aquellos que insultan, que sigan insultando, porque la alternativa es la oscuridad.

Las redes nacieron como una herramienta que aún puede ser maravillosa y que nos ofrecía la oportunidad de comunicarnos de manera más horizontal, de aprender unos de otros y de crecer en comunidad. Pero se convirtieron en una suerte de patio de escuela donde impera el bullying y los matones fijan las reglas. Esos agresores terminarán por aislarse en su propia burbuja tóxica. Mientras tantos, nuestro deber, el de los periodistas y de los ciudadanos, es continuar con las conversaciones relevantes —los debates que sí definen nuestro futuro— en el mundo tangible e incluso en las redes con quienes quieran. Y que la verdad, pese a trolls, bots, insultos y tergiversaciones, prevalezca.

Porque la verdad, conviene recordarlo en estos tiempos, es el fruto de un diálogo incansable entre quiénes no se sienten sus poseedores exclusivos.

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