Ir a la escuela en el Chaco salteño, una región en emergencia climática y socioeconómica
Unicef reparte útiles escolares a más de 1.800 niños de escuelas del norte argentino que se vieron afectadas por las inundaciones del pasado marzo


A principios de marzo, cuando estaba por comenzar el curso escolar, el río Pilcomayo se desbordó y causó la peor inundación en el Chaco salteño desde 2019. Más de mil personas de esta región remota del norte de Argentina tuvieron que ser evacuadas, entre ellas los habitantes de la comunidad rural de Monte Carmelo, en su mayoría de etnia toba y wichí. Llevaban una semana aislados por el agua cuando llegaron los camiones de Gendarmería para trasladarlos a un lugar seguro. “Nuestro camión se quedó atrapado en el barro y tuvimos que empezar a caminar en el agua con los chicos, con los bolsos. Llovía y hacía mucho frío”, cuenta la maestra Jimena Platero. Tardaron 40 días en volver y hasta entonces no comenzaron las clases. Escenas parecidas se vivieron en otras comunidades cercanas que EL PAÍS recorre invitado por Unicef tres meses después, cuando buscan recuperar la normalidad con clases los sábados y piden ayuda a las autoridades para reforzar el anillo de seguridad que los protege de las crecidas del río.
Monte Carmelo es uno de los parajes que pertenecen a la localidad de Santa Victoria Este, a escasos kilómetros de la triple frontera que forman Argentina, Bolivia y Paraguay. Aunque los habitantes de la zona sufrieron las inundaciones este año, en 2020 fueron víctimas de una sequía atroz y seis niños murieron por desnutrición. La falta de acceso a agua potable y a servicios básicos es un problema crónico para estas comunidades que viven en condiciones de gran vulnerabilidad climática y socioeconómica.
La ministra de Educación de Salta, Cristina Fiore Viñuales, cuenta que durante las cinco semanas que duró la evacuación, las comunidades vivían en tiendas de campaña montadas al lado de la carretera y la enseñanza de nuevos contenidos quedó en segundo plano. “Los docentes dieron algún contenido, pero más que nada hacían una tarea de contención porque había mucha incertidumbre. Nadie sabía si cuándo volviera iba a encontrar sus cosas y en qué condiciones”, dice Fiore Viñuales.

El camino para llegar a Monte Carmelo es de tierra y los arbustos espinosos de los costados están cubiertos del polvo que levantan los escasos vehículos que circulan. Los grandes surcos en el suelo recuerdan lo difícil que es entrar y salir cuando la lluvia convierte esa tierra en barro.
Comunidades divididas
La pequeña escuela está en el centro del paraje. Tiene techo de chapa, muros que conservan la marca de inundaciones previas y baños sin agua corriente. Por las mañanas recibe a 70 alumnos de primaria. El año pasado eran más de cien, pero la última inundación dividió en dos la comunidad y más de una docena de familias decidieron comenzar de nuevo a unos kilómetros, en terrenos más seguros tanto para ellos como para los animales que crían, como cabras, gallinas, cerdos y vacas.
Esos animales están representados en el aula, así como también otros que viven en el monte que les rodea y en el río que tienen a poco más de un kilómetro, como abejas, arañas, víboras, pumas, ñandúes y yacarés. Todos saben identificar a los peligrosos, como las yararás, cuya picadura requiere la administración de un suero antiofídico.
Los estudiantes de segundo, de entre 7 y 8 años, se limitan a asentir con la cabeza ante la pregunta de si recuerdan el agua de la que escaparon. Responden con mucho más entusiasmo sobre las profesiones que les gustaría desempeñar cuando crezcan: “soldado”, “maestra”, “veterinario”, “policía”. Para lograrlo necesitan terminar la secundaria, que funciona en esa misma escuela por las tardes, con una matrícula de 40 estudiantes. Es un objetivo que muchos no alcanzan, porque suelen abandonar antes los estudios para ayudar a sus padres o sostener a su propia familia.

Es mediodía de un martes de agosto y los alumnos hacen fila para recibir el almuerzo, un guiso con fideos y pollo. Es la comida principal que recibirán durante el día, al igual que la mayoría de niños de esta región empobrecida. Cada uno recibe un plato lleno y camina con él hasta su pupitre, ya que la escuela carece de comedor comunitario. Después vuelven a formar, pero esta vez para recibir una mochilla llena de útiles escolares que les entrega Unicef en colaboración con las autoridades educativas de Salta.
Los niños abren el regalo con rapidez y sacan cartuchera, rotuladores, bolígrafos, lápices, goma de borrar, cuadernos y todo lo que encuentran, ante la supervisión de las maestras que les piden cuidar los materiales y la de un grupo de madres que se acercan al enterarse de la novedad. Ni en Monte Carmelo ni en los parajes cercanos hay alguna tienda donde poder comprar los material que en la escuela y los alumnos sólo reciben lo básico a principio de año.
Cora Steinberg, especialista de educación de Unicef en Argentina, subraya que la entrega de kits escolares forma parte de un proyecto integral para atender las necesidades de niños y adolescentes del Chaco salteño. “La tarea inmediata es asegurarnos de que los chicos de primaria y secundaria mantengan la escolaridad, pero la acción es mucho más amplia porque se trata de una zona de emergencia socioeconómica crónica que impacta en la nutrición y el desarrollo de los chicos”, asegura Steinberg.
Uno de los grandes problemas a combatir es la falta de agua potable. El río Pilcomayo está contaminado y en algunas comunidades la fuente segura más cercana está a una hora a pie. “Un niño no puede caminar cinco kilómetros para beber agua potable. Tomará el agua del río —que tiene arsénico— o de dónde encuentre”, advierte Javier Quesada, especialista en desarrollo infantil temprano y salud de Unicef. Este organismo de Naciones Unidas trabaja desde hace tiempo en la instalación de cisternas comunitarias de 11.000 litros de capacidad en los parajes del Chaco salteño y en la distribución de pastillas potabilizadoras.
El municipio pasa de forma regular con un camión cisterna para llenar con agua limpia los depósitos. Las familias van a buscarla allí y en casa completan el proceso con pastillas potabilizadoras, una por cada cinco litros de agua. “No alcanza con agua limpia, tiene que ser purificada”, explica Quesada. Aunque cambiar los hábitos requiere tiempo y capacitación, al ver que sus hijos tienen menos enfermedades prevenibles como vómitos y diarreas, la adopción es alta.

Lenguas indígenas
Otro de los desafíos educativos de la zona es la enseñanza en lenguas indígenas. “Las escuelas de Santa Victoria Este no sólo tienen la particularidad de que son rurales sino que hay una población indígena muy importante”, subraya la ministra de Educación salteña. En la escuela de Pozo de la Yegua, por ejemplo, más de la mitad de los estudiantes son de etnia wichí y tienen al castellano como su segunda lengua. En especial en los primeros años no entienden el contenido que se imparte en las aulas si no es con la mediación de la maestra que tienen en su lengua materna.
La escuela de Pozo de la Yegua está pegada a la carretera asfaltada y tiene un acceso más fácil que la de Monte Carmelo. Sus alumnos la cruzan para llegar después de caminar entre 1 y 2 kilómetros de distancia. Antes la comunidad wichí de Pozo de la Yegua vivía más cerca, pero se alejó para esquivar las crecidas y los daños que el agua provocaba en sus casas de adobe y en los animales. Complementan su dieta con lo que cazan y pescan y de los pocos productos que compran con el dinero que obtienen de vender artesanías.
En la entrada de la escuela funciona una de las 29 huertas escolares impulsadas por la provincia. Profesores y alumnos cultivan maíz, tomate, papas, cebolla y acelga que luego pasarán a formar parte del menú escolar.
Las autoridades educativas salteñas llegan a la zona sin avisar para evitar los cortes de carretera con los que las comunidades suelen protestar frente a lo que consideran años de abandono estatal. Aun así, la noticia de su presencia se propaga con rapidez y el cacique y algunos padres se acercan para hablar.
Todavía falta medio año para febrero, el mes más lluvioso, pero una de las grandes preocupaciones es reforzar el anillo de seguridad que los protege del Pilcomayo. Cuentan que este año los hombres hicieron guardia cada noche durante dos semanas para avisar a la comunidad si había que salir corriendo. A pesar de las alertas, este año se salvaron, pero tienen miedo por el que viene. “Acá en agosto hay viento y en febrero es época de lluvias. Pero el año pasado en agosto hubo viento sólo un día y la lluvia fue en marzo. Este año tampoco hay viento en agosto. Los ancianos nos dicen que nunca fue así”, advierte uno de los padres. El cambio climático los vuelve aún más vulnerables.
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