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Cuando Guayaquil se vuelve gigante y la violencia da una tregua a la diversión

La ruta de los monigotes gigantes convierte las calles de la ciudad ecuatoriana en una fiesta popular que no existe en ningún otro lugar del país

Una madrugada de diciembre, José Salas dio por terminadas las Dos Fridas. Miden cinco metros de altura y están construidas con los materiales que dicta la tradición de los monigotes gigantes: un quintal de papel, 60 planchas de cartón, medio quintal de almidón, unas 40 tiras de madera y varios litros de pintura. Inspiradas en el célebre autorretrato de Frida Kahlo, las figuras tienen los corazones expuestos, bajo el cielo tormentoso del inicio del invierno guayaquileño. Para Salas, como para muchos artesanos locales, construir estos monigotes es mucho más que un ejercicio de destreza: es una manera de conservar una tradición que marca el cierre del año en Guayaquil.

Cada diciembre, las calles del populoso barrio Suburbio se llenan de estos gigantes, que, tras décadas, se han convertido en una mezcla de arte popular y fiesta barrial. Un espectáculo único que, aunque no aparece en las guías turísticas, tiene un profundo arraigo en el alma de la ciudad.

La mayoría de los artesanos nacieron y crecieron en el sector, que se levanta a diario del comercio informal e intenta hacer frente a la inseguridad. Como muchos otros barrios de Guayaquil, el Suburbio también sobrevive a las extorsiones de las bandas criminales, los constantes robos y las balaceras. Pero diciembre marca una tregua implícita que permite a miles de personas visitar el sector para hacer la ruta de los monigotes gigantes, que se ha convertido en el principal atractivo turístico de la ciudad y del país.

Los artesanos levantan escenas que mezclan la cultura global con el orgullo local: desde personajes de La Familia Addams, El Chavo del 8 y Naruto, hasta figuras de Doraemon, Lilo & Stitch, o incluso el luchador ecuatoriano Michael Morales, pasando por una réplica de la Torre Eiffel en plena calle 14 y Ayacucho. Todos los monigotes sobrepasan los seis metros de altura, y más allá de su tamaño, su presencia inyecta una dosis de surrealismo y humor en cada rincón del barrio.

Pero las Dos Fridas son distintas. José Salas es el único que se aparta del guion de las temáticas populares y, en lugar de seguir las tendencias del momento, crea una obra vinculada con el arte universal. “Encontré en los monigotes una forma de acercar el arte a la gente”, dice Salas, quien desde hace once años replica a gran escala obras famosas, como El Grito, Sonata Africana, la Noche Estrellada o El Beso. “Lo raro siempre llama la atención. La gente se detiene, pregunta, se queda a mirar”, explica José, aunque lo que más le gusta es que permite que los vecinos vuelvan a hablarse entre sí. “El arte puede unir estos tejidos sociales, reunir a la gente, por lo menos para conversar, eso hace falta, que volvamos a hablarnos”, añade, mientras observa la figura de Frida Kahlo.

A unos pasos, en la misma calle Medardo Ángel Silva, el artesano y actor Carlos Zavala trabaja en su propio homenaje a la cultura popular mexicana: los personajes de Roberto Gómez Bolaños, como El Chavo del 8, Chespirito y sus amigos de la vecindad. Zavala pasó tres meses trabajando en ellos, dedicando un par de horas cada noche después de su jornada laboral. Su Chavo del 8, de cinco metros de altura, saluda desde su barril: “¡Eso, eso, eso!” “Es un motor de microondas, el que hace que el plato gire, lo adapté para que el dedo suba y baje”, explica, rompiendo en risas, porque dice que ha revelado uno de los secretos de su obra. “Es para los niños de hoy y los de ayer”, dice, apuntando a los adultos que hacen fila para tomarse una foto o subirse al barril con su personaje favorito.

La tradición del monigote en Guayaquil tiene décadas. Nació de una mezcla de rituales de purificación, crítica social y la necesidad de fiesta, una costumbre que se consolidó como un acto simbólico de cierre de un ciclo. Para los ecuatorianos, quemar el ‘viejo’ es liberar lo malo y dar paso a lo bueno, una tradición que, con el tiempo, ha tomado nuevas formas. Hoy, los gigantes amplifican una necesidad de tener un espacio de encuentro, de escapar, aunque sea por un rato, de la violencia y el caos que atraviesa la ciudad. En un lugar marcado por las muertes, el monigote se convierte en un refugio de alegría.

Mientras el recorrido avanza, las voces se superponen. Franklin Rezavala, con nostalgia, recuerda cómo antes los monigotes se hacían con ropas viejas, rellenos de aserrín y papel, y se compraba una careta de cartón lo más parecida al personaje que querían quemar, podía ser un tío cascarrabias, un vecino chismoso o un político corrupto. “Se quema lo malo para dejar lo bueno”, dice. Pero hace una década, algo cambió. Un Mazinger de más de diez metros sobresalió entre los techos del Suburbio. El barrio nunca había visto algo tan grande. Eso hizo volar la imaginación de los artesanos.

En la calle 17, el personaje de E.T. se extiende a cuatro metros de altura. Francisco Cevallos, de 32 años, se arrepiente de no haberlo construido con el dedo extendido para simular el icónico momento de la película. “No tuve suficiente tiempo, aunque de todas formas la gente se toma la foto extendiéndose el dedo”, cuenta sonriendo detrás de E.T.

Aún no termina la segunda escultura inspirada en la película Madagascar. Inició en el oficio de los monigotes a los 15 años, ayudaba a los artesanos de la zona. Su abuelo paterno, con quien creció tras perder a sus padres en un accidente de tránsito, fue quien le enseñó a trabajar el papel y el almidón. “Esta es mi tradición favorita del año”, dice Francisco, con un brillo en el rostro mientras pega unos pedazos de esponja en lo que será el avión de Madagascar, a punto de estrellarse en medio de la selva. “Con el tiempo, he aprendido a innovar en el realismo de los monigotes, usando plumón y esponja”, dice, mirando su obra con orgullo.

La tarde cae y las luces de los juegos mecánicos empiezan a parpadear. La gente comienza a agolparse para tomarse una foto con los gigantes. Los artesanos cobran un dólar por cada imagen, para recuperar algo de lo invertido en materiales y horas de trabajo. El Municipio de Guayaquil también contribuye, reconociendo el valor turístico de la ruta de los monigotes.

Los monigotes gigantes ya no se queman en enero. El alto costo ambiental de la quema ha hecho reflexionar a los artesanos, quienes prefieren desarmarlos y guardarlos como recuerdo. Entonces, Guayaquil recupera su tamaño habitual. Pero durante unos días, la ciudad se convierte en un lugar diferente. Sin embargo, la ruta deja algo más que fotos: la certeza de que, al menos una vez al año, Guayaquil se permite caminar a otro ritmo, reírse de sí misma y convertirse, sin pedir permiso, en una ciudad de gigantes.

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