El régimen de Ortega quiso enterrarlas en vida: ellas se niegan a permitirlo
La historia de cuatro mujeres a las que el matrimonio presidencial de Nicaragua les arrebató el pasaporte, la nacionalidad o la posibilidad de regresar a su país representa la lucha por la libertad ante los abusos de un poder despótico

La socióloga María Teresa Blandón, de 63 años, cierra los ojos y se traslada de San José de Costa Rica a su casa en Managua. Nota cómo el viento de la montaña acaricia su rostro. Recorre su biblioteca con más de 500 libros. Siente entre sus manos la tierra de la que brotan las plantas de su jardín, que mueren cada verano cuando el agua escasea. Ve la luz del sol desbordarse por los ventanales que ella misma diseñó. La única ausente allí es ella misma.

Antes de ser una referente del movimiento feminista nicaragüense, Blandón fue una de las miles de jóvenes que, con 17 años, creyó en las promesas de cambio de la revolución sandinista de 1979. “Me incorporé de lleno a organizar a la gente del campo en cooperativas y sindicatos”, dice Blandón. “La revolución fue un cisma, no dejó a nadie indiferente”.
El encanto, sin embargo, se desvaneció pronto. Advirtió que los sandinistas habían tomado la peor cara de la dictadura que combatieron: ejecuciones extrajudiciales, torturas, abusos. Ella reportó lo que pudo al partido; nada pasó más que el tiempo en el cual la dirigencia sandinista comenzó a saquear propiedades para beneficio propio (en Nicaragua lo llaman la “piñata sandinista”). Tras la derrota electoral de 1990, la corrupción del Frente se hizo evidente y denunciarlo le costó amenazas de muerte. Su tiempo al servicio del sandinismo había concluido.
Blandón se sumó entonces a otras mujeres en la odisea de impulsar el feminismo en un país que no debatía los derechos de las mujeres. Abrió discusiones de derechos sexuales y reproductivos, de maternidad voluntaria, de “todo aquello que no tuvo cabida en la agenda de la revolución”. En mayo de 1998 apoyó a Zoilamérica Narváez Murillo, quien denunció a su padrastro, Daniel Ortega, por violación. La denuncia se diluyó en manos de jueces sandinistas y feministas como Blandón sellaron su destino. El régimen de Ortega nunca olvida.
Ella lo comprobó 24 años más tarde, el 1 de julio de 2022 en el aeropuerto de San Salvador, cuando un empleado de la aerolínea Avianca le dijo: “Recibimos hoy por la mañana la notificación de que usted no puede ingresar a Nicaragua”.
Para entonces, Blandón y su conocida organización La Corriente ya habían sentido el mazo del régimen. La vicepresidenta Rosario Murillo despreciaba en público el trabajo de las feministas y las acusaba de enriquecerse con el sufrimiento de otras mujeres. Si trataban de protestar, antimotines las rodeaban en minutos. En abril de 2022, el régimen canceló la personería jurídica de su organización.
Poder hacer consultorías en remoto le ha permitido sobrevivir; seguir organizando iniciativas de y para mujeres le da vida. Blandón se aferra a la posibilidad de regresar a Nicaragua como una náufraga enfrentada a un mar que la zarandea sin cesar. Teme por todas las personas que a la fuerza dejó atrás, pero, dice: “Entiendo que no debo callar”.
La revancha del poder
Ocho días después de que a María Teresa Blandón le arrebataran su patria, a Anexa Alfred Cunningham, una abogada miskito que lleva décadas trabajando en la defensa de los derechos de los pueblos indígenas del Caribe nicaragüense, le pasó lo mismo al otro lado del Atlántico. Aterrizó casi a la medianoche del 9 de julio de 2022 en Ámsterdam tras haber asistido a una sesión en Ginebra (Suiza) del Mecanismo de Expertos Sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, del cual es integrante.

La noche fresca del verano holandés se tornó sofocante al escuchar las siguientes palabras: “Usted no va a poder abordar este vuelo. El Gobierno de Nicaragua no autoriza su entrada”.
Desde una sala de espera, Alfred observó abatida cómo se alejaba el avión en el que ella debía volver a casa. “Fue como si me quitaran el piso”, recuerda. Enseguida llamó a uno de sus hermanos, quien, para su sorpresa, no se entristeció con la noticia. “Pero Anexa, esto es lo mejor que te puede pasar. Aquí te van a mandar directo a El Chipote”. Esa cárcel con la que el régimen ha aterrorizado a tantas voces opositoras. Como con el régimen todo es secretismo, no se sabe a cuántas.
Alfred, como la región Caribe de Nicaragua en la que creció, ha cargado con un espíritu antisandinista colmado de denuncias por masacres, invasiones y mucha violencia desde los años 80. Su carrera como abogada la ha dedicado a documentar ante el mundo lo que sucede en su tierra natal. Estudió en Estados Unidos y podría haberse quedado fuera, pero siempre volvió a sus raíces. Mientras pudo.
Con maromas, sigilo, ayuda de terceros y un rosario en la boca sacó a sus hijos de Nicaragua a Ginebra. El bus en que se transportaron, le contaron ellos, estaba lleno de migrantes venezolanos. Oyeron historias como la de una pareja que se suicidó luego de que su hijo se despeñara por un barranco mientras cruzaban El Darién. Los niños no sabían que se habían vuelto tan exiliados como esos hombres y mujeres que hablaban con otro acento.
Expulsada a apunta de fusil
El día que dio la vuelta al mundo la imagen de Ana Quirós con su cabeza sangrando a borbotones, algo se rompió para muchos en Nicaragua: la idea de que se podía protestar contra el Gobierno y volver a casa sana y salva. Quirós había salido a apoyar el inconformismo ciudadano ante unas reformas del sistema de seguridad social que el régimen de Ortega quería instaurar. Era abril de 2018 y las protestas eran aún incipientes, tímidas. Hasta ese día, nadie había resultado herido, mucho menos muerto.

Ella y su esposa advirtieron cómo policías y civiles armados ―paramilitares― atacaban a una mujer joven y corrieron a protegerla. Fue un instinto, un impulso que pronto quedó inmerso en una espiral de violencia caótica. Quirós vio que un desconocido se acercaba con un palo grande y, cuando abrió los ojos de nuevo, el hombre ya la había golpeado. Su su pelo gris se teñía con su propia sangre. Al hombre le siguieron otros, incluido uno que portaba un tubo de metal, alzó la mano y lanzó un golpe hacia la cabeza de Ana.
“Todo el mundo estaba encima mío, decían: ‘¡Le pegaron a una ancianita, mataron a una ancianita!‘. Y yo me incorporé a ver dónde estaba la ancianita”, bromea la mujer, que entonces tenía 61 años.
El impacto del tubo habría podido matarla, pero ella interpuso su mano derecha, que quedó destrozada. El dedo meñique quedó colgando, se necesitaron cuatro operaciones para salvarlo.
Al momento en que se fracturó la mano, Ana Quirós, nacida en Costa Rica, llevaba 40 años viviendo en el país vecino, a donde llegó a los 21 atraída por la Revolución Sandinista. Se unió a las jornadas de alfabetización y las brigadas de salud. En 1983, fundó junto a una colega estadounidense la ONG Cisas (Centro de Información y Servicios de Asesoría en Salud). El divorcio con el FSLN vino en 1991, cuando el movimiento feminista del país se apartó del Estado y los partidos políticos.

Siete meses después del golpe en la cabeza que la dejó sangrando a un costado de una calle de Managua, Cisas, que llegó a tener cuatro sedes por todo el país y más de 50 trabajadores, dejó de existir: en noviembre de 2018 agentes gubernamentales nicaragüenses la abandonaron en un punto fronterizo conocido como Peñas Blancas, como si se tratara de un paquete incómodo del que urge deshacerse. Unos días después, el Gobierno cercenó la personería jurídica de Cisas y en diciembre de ese mismo año ocupó sus instalaciones.
Ella intuyó que las cosas no iban por buen camino cuando la Dirección de Migración la citó. Nerviosa, asistió con su abogada, pero a la cita tuvo que ingresar sola. “Me pidieron que entregara la cédula y el pasaporte y me sacaron a punta de fusil”.
Afuera del edificio, cuenta Quirós, la aguardaba una decena de policías de operaciones especiales. La montaron en una perrera y la trasladaron a El Chipote. La dejaron en una celda de detención preventiva incomunicada. Diez horas luego la sacaron a empellones y una vez más, en menos de 24 horas, Ana Quirós terminó en un carro oficial escoltada por hombres armados que le repetían “golpista” y “asesina”.
“Una vez pisé suelo costarricense sentí alivio. La otra opción era El Chipote, esa opción no me agradaba para nada (...) La posibilidad de la detención era muy real, pero no estaba pensando en exiliarme. Hay momentos de desesperación, de hartazgo. Pensábamos que sería poco tiempo”. Llevan más de seis años construyéndose una segunda vida.

El 16 de febrero de 2023, Ana Quirós se enteró de que perdía su nacionalidad por segunda vez. El anuncio lo dio Ernesto Rodríguez Mejía, entonces presidente del Tribunal de Apelaciones de Managua, quien se refirió a ella y a 94 personas condenadas como traidoras de la patria y anunció, entre otras cosas, la “pérdida de sus derechos ciudadanos de forma perpetua”, “el decomiso de sus bienes” y les declaró “prófugos de la justicia”.
Hija del sandinismo
Una semana antes de conocerse el fallo contra los 94 “traidores de la patria”, en Estados Unidos aterrizó un avión con 222 opositores políticos excarcelados por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Muchos llevaban más de un año detenidos; ninguno había tenido acceso a un proceso justo. Como Ana Margarita Vijil Gurdián, hija de Miguel Vijil, el primer y único ministro de Vivienda que tuvo el Frente Sandinista.
“Mis padres eran de León, jóvenes de clase alta que, por su vinculación cristiana y por la Teología de la liberación, se fueron comprometiendo con la revolución y la lucha contra Somoza”, cuenta Ana Margarita Vijil. “Cuando ganaron, mi papá donó todas sus tierras para la reforma agraria y aceptó cargos en el Gobierno revolucionario”. Pero la luna de miel acabó pronto y los Vijil perdieron el afecto de los sandinistas en los años 90.
Fue cuando el exministro y otros intelectuales y exguerrilleros empezaron a cuestionar el culto a Daniel Ortega. Bajo la batuta del exvicepresidente sandinista Sergio Ramírez, fundaron el Movimiento Renovador Sandinista, un proyecto político que no alcanzó el poder en las pocas elecciones que se celebraron con mediana libertad antes del regreso de Ortega al poder en 2007.

Ana Margarita Vijil lleva dos décadas haciéndole contrapeso a un hombre que se jacta de tener el camino libre de enemigos. Lo hace de la mano de Dora María Téllez, su pareja desde 2006, quien pasó de empuñar las armas junto a Ortega a ser una de sus más férreas detractoras. En 2008, Ortega consiguió que el Consejo Supremo Electoral le quitara la personería jurídica al Movimiento Renovador Sandinista. En 2013 el exministro Vijil murió y Ana Margarita Vijil tomó su posta.
Una década después, en abril de 2018, el cansancio acumulado y un ambiente encrespado lanzaron a miles de ciudadanos a la calle. Ahí iba ella.
Para ese momento, Ortega llevaba ya 11 años en el poder y había conseguido su reelección, a pesar de que la Constitución se lo prohibía. Recurrió a los policías y militares para acallar a los inconformes, su violencia contra los manifestantes escaló y esparcieron el miedo. Los muertos se contaban por centenares ―más de 300 en total, estimó Amnistía Internacional―. El régimen declaró las protestas ilegales en septiembre y las calles dejaron de rugir.
Pero Vijil siguió manifestándose hasta que terminó detenida en El Chipote en octubre de 2018. No era aún el centro penal que construyó Ortega, sino el viejo Chipote, donde la dictadura de Somoza torturaba a sus enemigos. Iba cojeando, con un hueso del pie derecho fracturado por un choque con policías. Entre el medio centenar de detenidos que llegaron con ella estaba su mejor amiga, Suyén Barahona, quien tenía un bebé. En ese centro de detención oscuro y frío, recuerda Vijil, su amiga se extraía como podía la leche materna. Ambas se acurrucaban en una esquina de su celda consolándose y susurrándose con resignación: “Ni modo, nos toca”.
Al salir de El Chipote, 36 horas después, Ana Margarita Vijil cuenta que las autoridades comenzaron a perseguirla y a hostigar a su madre de 74 años. En marzo de 2019, cayó presa por segunda vez en otra protesta. “Me golpearon durísimo, me trataron de asfixiar. Ahí conocí el nuevo Chipote. Éramos demasiados, más de 100, y nos liberaron”. El susto duró unas 10 horas. Estuvo en la clandestinidad dos meses.
En junio de 2021, durante la campaña presidencial, opositores y candidatos presidenciales empezaron a ser detenidos uno tras otro. Ana Margarita Vijil y su pareja entendieron que venían por ellas.
“Los esperé en la mecedora de mi casa con la Dora. El día anterior habían detenido a mi sobrina Tamara. Nos echaron en solitario. No podíamos leer ni escribir, tuvimos visitas familiares muy esporádicas, había restricción alimentaria y de luz del sol”, recuerda. Esta vez, la detención duró 606 días. Durante casi tres meses, las autoridades nicaragüenses guardaron completo silencio sobre su paradero.

Mientras no supo de Ana Margarita, su madre, recién diagnosticada con cáncer de ovarios, gritó a los cuatro vientos que su hija estaba desaparecida. A doña Pinita Gurdián, como la conocían en Nicaragua, las autoridades no le dejaron viajar a Costa Rica para hacerse revisiones médicas. “Le negaron acceso a exámenes que pudieron haber permitido un tratamiento oportuno”, reclama su hija. Una operación de urgencia reveló que el cáncer había llegado al colon, ya no había mucho que hacer.
Un día, tras 20 meses de detención y una condena derivada de un juicio espurio, a Ana Margarita Vijil y otros 221 opositores los metieron en un avión y los dejaron en suelo estadounidense. Pinita Gurdián murió en agosto de 2023 lejos de casi todos los que amaba. Su hija no pudo despedirse de su madre ni de su patria.
Un viaje sin retorno
Doña Josefina Gurdián llamaba con cariño a Ana Lucía Álvarez Vijil su séptima hija. En octubre de 2021, la mujer de 37 años dejó Nicaragua. “Agarré mi mochila y fue como quien dice: ‘Adiós, te veo mañana’. No me despedí de mi casa, ni de mi país, ni de mi abuela, que era como mi mamá. Ella me crio mientras mi mamá hacía trabajo político para la revolución. Son cosas que sigo trabajando con mi psicólogo, que no me perdono”, dice.
Abandonó su país sin ganas, pero asediada por las evidencias: su tía Ana Margarita y su hermana mayor Tamara Dávila estaban detenidas por oponerse al régimen de Ortega y sin acceso a un juicio justo; a su abuela y algunos de sus tíos les habían quitado el pasaporte; su nombre había surgido en interrogatorios a sus familiares en El Chipote. Ella, dice, necesitaba denunciar a viva voz la situación de sus familiares, pero hacerlo en Nicaragua era muy riesgoso.
En la madrugada del 13 de octubre de 2021, hacia la 1 a.m., Ana Lucía Álvarez Vijil comenzó un viaje hasta ahora sin retorno. Un año después, su madre, su hermana menor y su sobrina, la hija de Tamara Dávila, cruzaron la frontera para escapar del asedio del régimen. En febrero de 2023, la liberación de su hermana Tamara fue el golpe de realidad que, durante casi dos años, Ana Lucía esquivó para poder tomar decisiones.
“Ahí me cayó una tristeza profunda”, dice. Tristeza que se expandió con la muerte de su abuela meses más tarde.
En México, cada tanto, a Ana Lucía la memoria la devuelve a El Nido, la casa familiar que construyó su abuela en la costa occidental de Nicaragua, para juntar a sus hijos y nietos. Recuerda las puestas de sol, el mar mojando sus pies, las comidas que su abuela hacía para mimarlos. Todos sus parientes, tíos, primos, hermanas y madre tuvieron que salir de Nicaragua en una discreta estampida; a algunos les arrebataron sus pasaportes, a otros su nacionalidad, a todos sus bienes y la vida como la conocían. “Me quedé sin nido”.
El precio de la libertad
Este es uno de los precios más altos a pagar por oponerse al régimen Ortega Murillo: perder la patria. El caso de Anexa Alfred, sin precedentes, se analiza estérilmente en foros de la ONU. Alfred duerme de día y en las noches se desvela; habla tres idiomas, pero su cerebro le dio la espalda al francés; ha perdido amigos por decenas; sus hermanos se exiliaron. Hace más de un año enterró a su padre a través de una pantalla y solo eso le ha dolido tanto como el destierro impuesto. “Hay días en que no quisiera ni despertarme”, dice Alfred. “Aquí estoy, tratando de encontrarme y de seguir demandando libertad y justicia para los pueblos indígenas y para Nicaragua”.

Ana Quirós se radicó con su esposa e hijos en su natal Costa Rica y se volvió un fantasma en Nicaragua: no figura en el certificado de nacimiento de su hija mayor ―quien, automáticamente, se quedó sin apellido―, ni en las cuentas bancarias ―sus ahorros desaparecieron―, ni en los certificados de las dos propiedades que tenían ―que ahora le pertenecen a gente afín al régimen―, ni en los aportes de 37 años para la jubilación ―que ya nunca llegará―.
Mientras tanto, el rastro en suelo nicaragüense de la familia Vijil, que tan involucrada estuvo con la revolución, no es más que una carcasa vacía. Pero Ana Margarita Vijil, quien ahora vive en España, no se resigna a que ese sea el punto final. “Puedo seguir contribuyendo a mi país desde donde esté y lo estoy haciendo desde el exilio, en redes subterráneas de solidaridad con quienes están peor. Vamos a recuperar el país. Voy a regresar”.
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