Un jardín con 600 especies de plantas para resignificar la periferia estigmatizada de Bogotá
El Jardín Botánico Real de Colombia, de Ciudad Bolívar, es un proyecto comunitario que fortalece lazos vecinales, genera arraigo por el territorio y promueve la conservación de la naturaleza


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Edgar Parra es fanático de la magia. Le gustan los trucos sencillos: sacar un pañuelo interminable de la manga, convertir una varita en flores, sembrar una semilla y ver brotar una planta. “La naturaleza hace la magia más grande”, cuenta desde el Patio de las Orquídeas del Jardín Botánico Real de Colombia, un proyecto comunitario y autogestionado que fundó y dirige. “Un día me voy a descansar y al siguiente encuentro flores”, cuenta sonriente, vestido con una camiseta estampada de mariposas. Ubicado en el barrio Lucero Medio de la localidad de Ciudad Bolívar, en el extremo sur de Bogotá, la existencia misma del jardín es casi mágica.
“Jamás imaginamos un sitio así, en medio del barrio, entre el cemento. Es algo raro, muy bonito”, cuenta José Andrés Celis, visitante de una localidad vecina. Entrar es pasar del cemento, los autos y los cables que cuelgan sobre la calle, a estrellarse con una maraña de plantas, hojas y frutos. Cuelgan las flores naranja del ojo de poeta (Thunbergia alata), así como las moradas y rojizas de las bugambilias (Bougainvillea glabra). La barba de viejo (Tillandsia usneoides) se desparrama junto con las curubas en su enredadera (Passiflora tripartita). En el suelo, especies de helechos verde intenso y bromelias puntiagudas.
Todo eso en una localidad que concentra el 8,5% de los casi ocho millones de personas que viven en Bogotá, y donde el 98% de su población habita en la cuarta parte del territorio que es urbana, según datos de la Alcaldía. Una localidad donde apenas hay 3,2 metros cuadrados de parques y zonas verdes por habitante, muy por debajo de los 15 exigidos por la ley y del promedio distrital, 4,6 metros cuadrados. “En medio de todo eso, encontramos este lugar que preserva la naturaleza”, agrega Darwin Supelano, quien acompaña a Celis en su visita. “Eso es admirable”.

Reivindicar lo ordinario
Hace cuatro años que Parra, arquitecto de profesión, abrió el jardín botánico donde antes funcionaba el colegio Gimnasio Real de Colombia, que también dirigía. “Siempre procuramos que tuviera mucho verde: en cualquier rinconcito metíamos maticas”, recuerda. Cuando la escuela cerró, el espacio mismo les señaló el camino: “Teníamos una enorme mancha verde en medio del barrio. Era obvio que teníamos que hacer un jardín”.
Nunca quiso un espacio “pulidito, arregladito, como un jardín inglés”. Prefirió imitar la montaña: “ambientes bruscos, ordinarios, que nadie los peina”. Así, dice, son más “lindos” y más “vivos”. Mientras hurga una enredadera en busca de orugas, Parra asegura que es un “defensor de lo ordinario”. Le gusta lo básico y sin pretensiones, “lo puro”. Y su jardín es así. Algunos visitantes le reclaman que recoja las hojas caídas y que corte el rastrojo y la maleza, “pero yo quiero que eso permanezca”.
Hoy, el Jardín Botánico Real de Colombia cuenta con 600 especies, en su mayoría nativas, distribuidas en seis espacios: el Museo de los Insectos, el Patio de las Orquídeas, el Jardín de las Bromelias, el Laberinto de las Mariposas, la Terraza de las Suculentas y el Túnel de los Acuarios. También tiene una piscina natural alimentada por un nacedero de la cuenca del río Tunjuelo, afluente del Bogotá, y cuyo origen es el Páramo de Sumapaz, el más grande del mundo.







En la orilla, tres niños comen galletas y toman el sol después de un chapuzón. “Venimos casi todos los domingos”, dice Dylan Castiblanco, de 11 años. “Nos gusta mucho porque hay mucha naturaleza”, agrega sin terminar de masticar. Santiago Duarte, de 13, a quien le chorrea agua de la frente, interviene: “A mí, me gusta el agua fría”, dice. “Y la naturaleza, porque le da vida a las cosas”. Viven a pocas cuadras y vienen con familia, amigos, y a veces solos. “O en cumpleaños”, agrega Castiblanco. “El ambiente es chévere, tranquilo. Mejor aquí que en otros lugares del barrio”, asegura Edison Gamboa, de 15 años, mientras juega con el agua.
Resignificar el territorio
Parra, nacido y criado en Ciudad Bolívar, sabe que sobre la localidad pesa un gran estigma de violencia y pobreza. “Yo amo mi localidad, pero hay cosas que perpetúan la violencia”, asegura. Casi la mitad de la población vive en condición vulnerable, un tercio en pobreza moderada y uno de cada diez en pobreza extrema, según la Alcaldía. En 2024, se cometieron 236 homicidios, 4.796 hurtos a personas, 917 delitos sexuales y 129 casos de extorsión. Es un territorio con múltiples retos y complejidades que crean un ambiente de vulnerabilidad para sus habitantes, “pero no es solo eso”, insiste. “El jardín es la prueba”.
Hace algunos minutos que Sara Alfonso, una de las guías, terminó un recorrido con visitantes. Mientras pasea, asegura que el espacio “apuesta mucho por la resignificación del territorio”. Se trata de una apuesta comunitaria, barrial, familiar, que genera sentido de pertenencia y orgullo entre los vecinos. “A la gente le cambia la cara después del recorrido”, dice sonriendo. Estudiante de Biología, asegura que es más relevante “hablar del territorio, de la historia de este lugar, de cómo se gestó y de la relación que tiene cada uno con él”, que dar explicaciones técnicas sobre las plantas.

Parra agrega que, solo al explicar el origen del agua del cenote, los visitantes “conocen más su territorio y descubren que Ciudad Bolívar también tiene riqueza”. Recuerda que el Páramo del Sumapaz, al sur de Bogotá, es un ecosistema fundamental para el mundo entero. “Eso cambia la idea de que la riqueza está solo al norte (donde están ubicados los barrios más ricos de la ciudad). En el sur también tenemos lo nuestro”, enfatiza.
Una joya pedagógica
Todo ello, expresa Alfonso, permite “despertar sensibilidades desde el amor por la naturaleza y por la vida”, algo que aprovechan los maestros que visitan el jardín con sus estudiantes.
Alix Vargas, docente de educación financiera en el Colegio Ciudad de Montreal, contiguo al jardín, lleva a sus alumnos con frecuencia. Allí enseña, junto a Parra, sobre ahorro y cuidado de los recursos. “Hablamos sobre cómo las suculentas guardan agua en tiempo de sequía”, indica “Pero también sobre la importancia de los recursos no monetarios, como el agua y la luz del sol”. Así siembra arraigo territorial y pasión por la naturaleza, y despierta una urgencia por conservarla que no se limita al aula. “Todo se lo llevan a la casa”, dice Vargas: reutilizan el agua, recolectan la lluvia, reciclan el plástico.
Aunque nunca fue estudiante de Vargas, Santiago Parra, sobrino de Edgar que trabaja como guía en el jardín, también aprendió allí a amar las plantas. Poco interés le generaban antes y ahora les habla cada vez que las riega. Lleva una gorra al revés y se ríe al admitirlo, pero confiesa: “Les digo que se tienen que poner bellas para las visitas, para que la gente las vea y se sorprendan”. Lejos de ser un diálogo unilateral, Santiago asegura que le entienden y le responden. “Yo las riego y las cuido, y ellas siempre me devuelven con una fruta o un olor agradable”.
Para Edgar y todo su equipo, el jardín está lleno de magia. Más que una ilusión, ven en ella y en el lugar “un ejemplo de cómo podemos sacar del sombrero soluciones maravillosas”, asegura. “Esperamos seguir haciendo mucha magia en el jardín”, concluye.

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