La lideresa raizal que promueve la siembra como “acción política y social” en el Caribe colombiano
Paola James Garcés busca la soberanía alimentaria de la isla colombiana de Providencia, donde el 90% de los alimentos que se consumen llegan en barco

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La isla colombiana de Old Providence o Providencia es un paraíso natural para los turistas que vienen de Europa, Estados Unidos y América Latina, pero para las personas negras raizales que la habitan desde hace siglos, más allá del paisaje, de la mar de siete colores, del mundo marino y del verde de sus montañas que conforman su bosque seco tropical, este es su hogar. El espacio que guarda su memoria e historia, el lugar donde han resistido y la casa donde han tejido relaciones ancestrales con la naturaleza. Unas relaciones que, por el proceso de colonialismo, gentrificación y crisis climática que sufren buena parte de las islas caribeñas, están desapareciendo, y que hace que prácticamente todos los alimentos que se consumen en la isla vengan en barco.
Para llegar a esta isla desde cualquier parte del mundo, primero hay que coger un avión que aterrice en San Andrés, y luego tomar un vuelo en avioneta de 15 minutos. No hay transporte marítimo, solo un barco que lleva alimentos y todo tipo de materiales. Está localizada en el Caribe occidental, a cerca de 750 kilómetros del territorio continental colombiano, y a 125 kilómetros de Nicaragua. Junto a San Andrés y Ketlina conforman el archipiélago raizal, donde se encuentra la Barrera de Coral Seaflower, la tercera más grande del mundo, que hace parte de la Reserva de la Biósfera desde el año 2000 y que sirve de protección ante tormentas y huracanes.
Aunque Old Providence hace parte de Colombia, en realidad es como estar en otro país. El costo de vida es muy alto. Un huevo cuesta 1.000 (0,25 dólares), un banano 1.500 (0,38 dólares), 400 gramos de leche 22.000 (5,47 dólares), una libra de tomate aproximadamente 5.000 (1,24 dólares), un aguacate 15.000 pesos (3,73 dólares), una libra de arroz 4.500 (1,12 dólares) y un paquete de analgésico común, como el acetaminofén, son 10.000 mil pesos (2,49 dólares). Por eso, la lideresa raizal Paola James (28 años) está convencida de que el camino es la soberanía alimentaria, comer como se hacía antes: lo que la comunidad produce y sin semillas híbridas y pesticidas.
Solo así, cree, recuperarán la memoria y las conexiones históricas con la tierra. “Nuestra dignidad como pueblo se ve afectada a través de la alimentación. Tener que ir a un supermercado y encontrar alimentos en mal estado o que no son óptimos para la salud, que tienen químicos, que tienen pesticidas, genera una carga desde la producción hasta el consumo. Es triste, porque es como si estuviéramos condenados a alimentarnos de lo que otras personas nos quieran dar” dice.
Según Johanie James, profesora raizal de la Universidad Nacional, las islas importan el 90% de los alimentos. “Hay un autor caribeño que se llama Emilio Pantoja, y dice que el Caribe produce lo que no consume y consume lo que no produce”, explica. “Producimos turismo y no lo consumimos nosotros, sino quien viene de afuera, y traemos para acá lo que consumimos, que es comida. Eso hace que todo sea más caro, vivir con un sueldo mínimo en las islas no es suficiente”.
Con esa idea en la mente, James fundó hace siete años Felicity, una iniciativa familiar que parte de la autosostenibilidad, donde se siembran alimentos libres de pesticidas: plátanos, bananos, ciruela, maracuyá, piña, anón, mango, guanábana, jengibre en germinación, plantas medicinales, yuca o pimentón. Además, se promueve el intercambio con agricultores de la comunidad.
Sembrar como desafío y aprendizaje
En el año 2020, el huracán Iota de categoría 5 destruyó el 90% del ecosistema marino y bosque seco tropical de Old Providence and Ketlina. Los agricultores perdieron sus cultivos y Paola James sus primeras plantas. “Se lo llevó todo. La mayoría de la población quedó sin un árbol de coco. Parecía que todo había desaparecido, pero unos tres meses después, nos dimos cuenta de que todavía estaba el limón y, unos nueve meses después, que la yuca había logrado salir sobre los escombros”.
Además, asegura que sembrar es todo un desafío porque la inestabilidad climática. “Hay momentos en los que hay mucha sequía, el sol pega directo, las plantas no crecen. Se siembra una semilla y no germina. Hay otros momentos en los que hay mucha lluvia y saca las semillas. Es un proceso de observación que debe ser permanente, pero debemos actuar y preguntarnos también qué terreno estamos dejando para la soberanía y no solamente un terreno político, sino incluso físico”, apunta.
De acuerdo a la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA), el departamento de San Andrés y Providencia reportó en el año 2022 un área sembrada en cultivos agrícolas de 54 hectáreas, de las cuales se cosecharon 52 hectáreas, que arrojaron una producción de 583 toneladas. Los cultivos más importantes en extensión a nivel departamental fueron el coco, la yuca, el plátano, la patilla o sandía y la batata.
Turismo y ‘colombianización’
“No se trata de pensar que, como necesitamos alimentarnos, entonces vamos a sacrificar la biodiversidad, sino de pensar otras relaciones posibles más allá del turismo, donde el ambiente no sea objeto de nuestra satisfacción, sino que es otro sujeto en relación con nosotros”, apunta James.
Sentada desde la tierra en su huerta, la joven atribuye a la intención sistemática de despojo y al desconocimiento por parte del Estado Colombiano que el pueblo raizal ya no siembre tanto como antes. Es lo que se ha denominado un proceso de colombianización, donde se impuso el turismo en el archipiélago como la primera actividad económica y, paralelamente, se fueron perdiendo las tradiciones y cultura de los raizales. El creole, lengua nativa, y cimarrona, se empezaron a reemplazar por el español.
“Antes, el pueblo raizal desarrollaba estrategias comerciales robustas con otros estados del Caribe y de Norte América que le permitía al archipiélago una calidad de vida por encima de los promedios nacionales”, explica. “Sin embargo, la falta de acompañamiento institucional, la exposición a eventos climáticos y la llegada de plagas amenazaron estos procesos. En una demostración arbitraria de soberanía, el Estado despliega un proyecto turístico y mercantil que tiene efectos notables en este momento”.
También asegura que el turismo ha sido la puerta de la gentrificación. “Con la colombianización, llegan unos intereses sobre la tierra y empiezan a verse unas dinámicas de poder respecto al espacio. Hay hoteles supergrandes, personas externas al territorio que no conocemos, ocupando los lugares más cercanos a la playa, más cercanos al mar, más cercanos a las tierras productivas, al agua dulce”, lamenta. “Al final, vemos al pueblo raizal en lugares en los que hoy les queda más difícil recordar algunas de sus formas históricas de relacionarse con el mar y con la tierra”.
Para James, la isla está en un momento clave para definir su futuro, y sugiere establecer una propuesta en la que, además de reconocer las islas como un interés turístico, se garantice la dignidad y derechos de la población que la habita, en especial del pueblo raizal. “A veces se piensan las islas como un lugar y ni siquiera como una gente, ni como un pueblo. ¿Qué lugar estamos abonando para sembrar, qué lugar estamos dejando para nuestro ser y disfrute como pueblo? Porque nos estamos quedando sin un lugar donde ser”, se lamenta. “Es un desafío poder cultivar y comer algo que nuestra gente produce o que no tiene que ser transportado. No podemos pensarnos en fragmentado, no dividamos el alimentarnos con el proteger el lugar en el que estamos”.
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