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En colaboración conCAF

El colapso del sistema educativo venezolano: anatomía de una caída

Los maestros quieren enseñar y los niños quieren aprender. Pero, una situación institucional crítica, la pobreza, los bajos salarios y la falta de infraestructuras están provocando carencias en la educación de millones de estudiantes

Sistema educativo Venezuela

EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí. Esta historia fue publicada originalmente en The New Humanitarian.

Bajo la copa de un árbol que la protege del sol abrasador de Maracaibo, la segunda ciudad de Venezuela, una mujer de casi 60 años escribe con rotulador negro en una pizarra acrílica agrietada. Diez niños con uniforme blanco la escuchan sentados en sillas de plástico, algunos atentos y otros distraídos por el bullicio urbano. Esta forma poco convencional de escolarización se ha convertido en algo normal en comunidades de toda Venezuela, donde la falta de ayudas y de infraestructuras básicas obligan a los profesores a abandonar aulas en ruinas e improvisar al aire libre.

En otro tiempo, el país fue pionero en el acceso a la educación en Latinoamérica, pero la implacable crisis humanitaria que ha obligado a casi ocho millones de venezolanos a emigrar ha provocado un grave deterioro de la calidad educativa y unos niveles de absentismo sin precedentes. Ahora que nuevas tormentas amenazan su una economía tambaleante, el declive del sistema educativo podría acelerarse. “La educación, para nosotros, es el principal problema estructural que tenemos en el país”, declara Fernando Pereira, profesor y miembro fundador de la ONG de defensa de los derechos de los niños Cecodap. “Compromete las posibilidades de las generaciones futuras y del desarrollo del país”.

A mediados de 2020, la pandemia de covid-19 le asestó un golpe casi definitivo a un sistema de educación pública que ya se encontraba en estado crítico. Después de varios meses sin clases —o de semanas de clases en línea para quienes tenían acceso a internet—, en septiembre de 2022 se reanudó la enseñanza presencial. Pero, la salida continua de emigrantes provocó una escasez de docentes y un aumento del abandono escolar. Y, aunque una ligera recuperación económica llevó al Gobierno de Nicolás Maduro a promover el mensaje de que “Venezuela se arregló” , los más pobres no vieron ninguna mejoría y los educadores que se quedaron en el país, dejaron de poder ir a la escuela a diario por falta de dinero para el transporte.

A pesar de la inflación galopante, el salario mínimo en Venezuela está congelado desde 2022. El salario medio de un profesor es de unos 14,50 dólares al mes, pero algunos pueden ganar tan solo 4 dólares. Con las subvenciones del Gobierno, los ingresos mensuales pueden alcanzar los 50 dólares, pero las bonificaciones no llegan todos los meses y, cuando llegan, siguen siendo insuficientes para cubrir las necesidades de una familia. El pasado mes de diciembre, el coste de la canasta básica mensual era de casi 500 dólares.

Un salón de clases de sexto grado en un colegio ubicado al este de Maracaibo.

Para remediar la situación, el Gobierno estableció el “horario mosaico”, que permite que los docentes ejerzan otras actividades económicas para aumentar sus ingresos. Así, empezaron a vender pasteles, dulces o helados y a cuidar niños en su tiempo libre. Y, aunque se supone que las escuelas públicas deben abrir cuatro días a la semana, la mayoría solo abre dos o tres porque los profesores no tienen los medios necesarios para más.

Cuando no está dando clases, Luisana Figuera se dedica a la pesca en la playa de Manzanillo, en Isla Margarita, un segundo trabajo habitual entre los maestros de la zona costera desesperados por llevar algo a la mesa. “El dinero no alcanza. Entonces vamos a rebuscarnos para tratar de sustentar el día a día de nuestros hogares”, explica. En 2024, el índice de abandono de profesores era del 72 %, según un informe de la ONG FundaRedes.

Además, los profesores de la isla tienen otros problemas, como la intimidación constante por parte de las autoridades escolares y los representantes del Ministerio de Educación. “Nos dicen que, si no vamos a trabajar al colegio un día para hacer otra cosa, nos suspenden el sueldo, o nos quitan los bonos”, dice Johanna Quijada, quien lleva 19 años ejerciendo la docencia. “Recibimos amenazas casi a diario”. Los profesores llevan años pidiendo más ayudas. Entre 2022 y 2023, se registraron cerca de 3.200 protestas para exigir salarios dignos, el fin de la persecución a la disidencia y mejores pensiones y jubilaciones.

Pero hasta ahora no ha cambiado nada. En octubre, el ministro de Educación, Héctor Rodríguez, firmó un decreto que establecía un plan de seis meses para hacer frente a la crisis que incluía la reincorporación voluntaria de los maestros, la matriculación en cualquier momento del año para que los niños que regresen a Venezuela puedan ir a la escuela, y el fin del horario mosaico. Sin embargo, el documento no mencionaba la asignación de nuevos recursos a la educación pública ni aumentaba los salarios de los educadores que, en la práctica, siguen sin poder completar el horario.

Alumnos del colegio Fe y Alegría de Santa Joaquina en Ciudad Guayana.

Norelys Figueroa, directora del Instituto Nacional Batalla de Puerto Cabello, en Ciudad Guayana, ha visto en persona los años dorados de la educación desvanecerse: “La mayoría de los docentes no son especialistas. No tenemos suficiente personal en áreas como ciencias, matemáticas, física e idiomas”, explica.

Escuelas sin servicios básicos

Maracaibo es el centro económico más importante del oeste del país. Sin embargo, la crisis de la última década no la ha perdonado. Las largas colas para conseguir combustible y los cortes de electricidad son habituales, no hay agua corriente más que cinco días al mes y la gasolina es un lujo. En una escuela de la ciudad visitada para este reportaje, eran los padres quienes habían hecho las instalaciones eléctricas, que apenas proporcionaban luz suficiente para conectar algunos ordenadores y unos cuantos ventiladores.

En el norte de la ciudad se encuentra una de las escuelas que han trasladado las aulas al aire libre. Allí estudian por turnos casi 200 niños, desde preescolar hasta sexto grado. La mayoría pertenecen a la comunidad étnica wayuu. Muchos de ellos han llegado desde la zona fronteriza con Colombia, desplazados por la violencia y las malas condiciones de vida. Estudian en un espacio precario, instalado en el patio de la escuela, por el que pasa el ganado mientras están en clase. Pero ellos no se distraen; siguen con atención la voz de sus maestros, que los elogian por sus esfuerzos. “Los niños necesitan la construcción de la escuela, pero acá damos clases todos los días”, dice uno de los profesores, que pide permanecer anónimo.

La situación no es mucho mejor en otros lugares. Bolívar, que limita con Brasil y Guyana, es el Estado más grande de Venezuela. Antes, Ciudad Guayana era un núcleo minero, con una industria que explotaba sus abundantes minerales —oro, bauxita, hierro, alúmina— y vivió un gran auge económico hasta 2015. Ahora, el combustible y el gas son todavía más escasos que el agua corriente y las escuelas están en ruinas, según profesores y líderes sindicales. Aida González, secretaria general de la Asociación de Maestros del Estado y concejala del ayuntamiento de Caroní, dice que las escuelas de Bolívar no están preparadas ni siquiera para soportar una lluvia ligera y menciona al menos diez de ellas en Ciudad Guayana que tienen graves problemas de infraestructura y servicios básicos.

Baños en un colegio en el Estado de Bolívar.

“Los docentes quieren dar clases, los muchachos quieren ir a las escuelas, pero la situación es crítica en las instituciones”, afirma. Esa es también la experiencia de Figueroa en Ciudad Guayan. La directora asegura que los 504 alumnos que asisten a clases en su instituto tienen dificultades para aprender en un entorno tan precario. Aun así, destaca que, por lo menos, tienen el privilegio de que les dan el almuerzo todos los días.

Ese es un lujo que no todos los escolares tienen. Figuera, la maestra de Isla Margarita que pesca para completar el sueldo, dice que sus alumnos, muchas veces dejan de prestar atención porque tienen hambre o le confiesan que no se encuentran bien porque no han comido.

Isla Margarita, en el Estado caribeño de Nueva Esparta, fue el principal destino turístico de Venezuela y atraía a un gran número de extranjeros, pero, a medida que se fue agravando la compleja crisis humanitaria, los habitantes locales perdieron su principal fuente de ingresos. Cada vez más jóvenes abandonan la isla.

Yeritza María González, de 50 años, quien cuida de cinco de sus nietos, dice que cada vez es más difícil llegar a fin de mes. Vende empanadas en la playa de Manzanillo, donde ya casi no quedan turistas. Para sobrevivir, recurre al trueque con los pescadores: empanadas a cambio de pescado. Una parte la usa para alimentar a su familia y el resto lo vende para comprar nuevos ingredientes y cubrir las necesidades de sus nietos. En una mala semana, gana menos de 50 dólares. Cuando ocurre, no los envía a la escuela. “Me da dolor que uno de mis nietos se quede viendo a otro niño que sí tiene para comer. Prefiero que se queden en la casa, así no tengamos nada para darle”, dice.

Históricamente, los niños que asistían a la escuela pública tenían garantizados el desayuno, el almuerzo y la merienda, pero ya no es así. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), en 2024 solo el 21% de los beneficiarios recibía las tres comidas todos los días, mientras que un informe reciente de HumVenezuela —una plataforma que monitorea y proporciona datos sobre la emergencia humanitaria— asegura que, el año pasado, el 70% de los niños de entre 3 y 17 años no recibieron ningún tipo de alimento en la escuela. “Las escuelas de acá no sirven. Cuando dan comida solo hay granos y pasta. Pero, cuando se acaba, ya no hay comida. Entonces, si uno no le da nada al niño, no tiene como alimentarse”, dice Yeritza.

Dos niños se lavan las manos con el agua que sacan del pozo profundo en el colegio Rafael Salazar Brito de Margarita.

En todas partes, los padres expresan su preocupación por el futuro de sus hijos y las condiciones que atraviesan en sus centros educativos. Fabiana Briceño, una mujer de 30 años que tiene tres hijos y vive en Maracaibo, cuenta que ha visto a su hijo llegar a casa “rojo de calor”, porque no tenía agua potable para beber ni refrescarse en la escuela.

Las consecuencias para los jóvenes venezolanos se sienten ya desde hace varios años. Un informe publicado recientemente por la Universidad Católica Andrés Bello muestra que los alumnos del sistema educativo venezolano presentan graves dificultades de aprendizaje. Los expertos subrayan que los resultados han empeorado de manera constante en los últimos años, que los estudiantes están menos motivados y que la brecha entre los alumnos del sistema privado (el 15 % de los escolarizados) y la gran mayoría de los que asisten a escuelas públicas es cada vez mayor.

Iniciativas locales hacen frente al abandono

Con el tiempo, los educadores, las familias y las organizaciones locales han creado sus propios métodos para que los niños no pierdan el paso en su educación o para proporcionarles oportunidades de formación. Fe y Alegría, una red de escuelas privadas de bajo costo para niños y adolescentes en situación de pobreza, es una de las iniciativas más visibles. En Venezuela cuenta con 177 escuelas y atiende a casi 95.000 estudiantes. El precio mensual varía según la realidad de cada comunidad y los maestros reciben bonificaciones y beneficios especiales.

Nataly Martínez tiene tres hijos que dejaron el sistema público por una de estas escuelas en el barrio de Santa Joaquina de Ciudad Guayana. “Yo veo que han avanzado mucho”, asegura. “Mi hijo tiene una condición de aprendizaje, pero vi que ha logrado aprender a leer y se comunica de buena forma”.

En Margarita, Christian Maestre, un hombre de 29 años de la zona de las salinas de Pampatar, ha desarrollado un programa para ofrecer a los niños mejores perspectivas de futuro y una motivación para estudiar. Su propósito inicial era evitar que los jóvenes cayeran en actividades delictivas para subsistir. En 2021, puso en marcha un negocio de excursiones turísticas a las salinas y la mayor parte de los ingresos los dedica a organizar actividades alternativas para que los niños no tengan que recurrir a la delincuencia. Les ofrece formación en artesanía, gestión de redes sociales, fotografía y hostelería, además de educación sexual. El programa beneficia directamente a 150 niños de hasta 13 años.

Además, da a las familias dinero para comprar alimentos, suplementos alimenticios y artículos de higiene personal, para que puedan cuidar de los más pequeños o les alcance para pagar la escolarización de sus hijos. En la actualidad, 60 de ellos están estudiando. “El dinero que se genera gracias a las visitas de los turistas lo invertimos en la capacitación de los chamos. Para que ellos se puedan mantener motivados”, dice Maestre. “Hay que ofrecerles cosas nuevas para que se mantengan en un constante aprendizaje”.

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