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En colaboración conCAF

La costarricense que se rebeló contra los nubarrones del café: “Me decían si me había vuelto loca”

Asumió junto a su madre la finca familiar y plantó cara a los prejuicios y adversidades en la producción. Ahora, es una lideresa de la ruralidad

finca cafetalera costa rica

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Tatiana Vargas recuerda aquellos momentos incómodos desde 2016 cuando junto a su madre recibía a grupos de recolectores de café necesitados de trabajo y estos se quedaban viendo a ambas con desconfianza y machismo antes de voltear y salir a buscar trabajo en otro lugar. Ella con 27 años y la mamá entrada en la vejez intentaban levantar la pequeña finca familiar después de la muerte del papá Gerardo, pero ser mujeres empezaba a revelarse como un obstáculo enorme frente al deseo de mantener la producción cafetalera a pesar del desarrollo inmobiliario que tienta a más y más agricultores a vender tierras en Costa Rica, incluida esta zona rural del este del Valle Central.

Vargas, que en 2016 había renunciado a un cargo de jefatura en una empresa agroexportadora para tomar las riendas de la finca, empezaba a entender por qué algunos amigos le preguntaban si había perdido la cordura al convertirse en agricultora de lleno y abandonar la comodidad de un salario de profesional de ingeniera agrónoma. “Me preguntaban si me había vuelto loca”, cuenta la caficultora que ahora comprende los motivos de aquellos cuestionamientos. Eso, sin embargo, no ha evitado su retorno a la vida campesina que le ha permitido exportar café a Japón y que este año le ha valido un reconocimiento como Líder de Ruralidad de las Américas por el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), con sede en Costa Rica.

Nunca fue fácil, relata. Era una mujer joven, profesional, acompañada sólo por su madre, entrando a una actividad de hombres de la que muchos van saliendo por los altos costos en Costa Rica, país que aporta menos del 1% del café mundial, pero que mantiene un alto reconocimiento a la calidad y sostenibilidad de su producción. En el panorama general se suma la falta de mano de obra, el envejecimiento de los agricultores (la edad promedio era 54 años en 2014) y la tentación de vender la tierra para nuevos residenciales, como es evidente en el camino a Tablón de El Guarco, en la provincia Cartago, donde creció Tatiana junto a contemporáneos que ya no viven aquí.

“Muchos hijos de cafetaleros y de agricultores en general se fueron a estudiar y vivir fuera, es raro encontrar gente joven que haya seguido en la agricultura”, cuenta mientras su bebé de ocho meses la escucha atento desde los brazos del papá, un profesor universitario en la carrera de Ingeniería en Biosistemas. Ella misma fue parte de esa tendencia generacional que buscó ganarse la vida fuera. Su padre quería que fuera a la universidad, ojalá a la facultad de Medicina, aunque en paralelo él sembraba en ella el amor por la finquita de ocho hectáreas, por el café y por la armonía con el ambiente.

Una bolsa del café Legados.

Al final, pudo más el peso de los legados, palabra que le dio nombre a la marca propia del café que ahora promociona dentro y fuera del país, aunque aprendió bien por qué en este siglo las hectáreas cultivadas con café en Costa Rica pasaron de 100.000 a 82.500, sin que nada augure un aumento en el futuro. Las nuevas aspiraciones generacionales, las dificultades financieras por un tipo de cambio que golpea a exportadores pese a los picos del precio internacional (el 80% del café de Costa Rica se vende fuera), y la incertidumbre asociada al cambio climático se agregan a la insuficiencia de mano de obra durante las cosechas, en parte por las dinámicas migratorias y por la competencia de otras actividades productivas. Los escollos del sector cafetalero evitan que Tatiana, ahora de 36 años, asegure si en el futuro mediano seguirá produciendo café. “Reconozco que el futuro me da miedo”, dice antes de subrayar que hasta ahora su saldo ha sido más que favorable.

Animada por la madre, Tatiana participó en una competencia de cafés de especialidad llamada Taza de la Excelencia y no le fue mal. Al quinto año ya había una rentabilidad razonable. Aunque comercializadores se sorprendían de ver a una mujer joven como productora y no sólo en tareas de mercadeo o actividades menos toscas, poco a poco convenció a compradores de Japón, Estados Unidos y Corea del Sur. Visitaban la plantación y la vieron trabajar como un peón al uso. Además, se siente realizada en medio de los cafetales donde se mezclan matas que sembró el abuelo y otras variedades más resistentes que sembró ella con su madre, mezcladas con árboles cuyas hojas aportan sombra o nutrientes naturales al suelo, al lado de una parte de bosque intocable. Coyotes y armadillos cruzan a veces entre las plantas junto a la sensación de presencia de papá Gerardo, como asegura la señora Leda. Mariposas y aves pequeñas abundan y redondean la sensación de “un lugar con magia”, como le llama Tatiana.

“A veces nos preguntamos quién tomará nuestro café y si es capaz de imaginar todo lo que hay detrás, los esfuerzos de nosotras, la historia de la finca y la herencia, los sentimientos o los valores que tratamos de compartir a pesar de los obstáculos”, dice Tatiana. A su lado, la señora Leda asiente y cuenta orgullosa que ella todavía, a sus 75 años, fertiliza, siembra, recolecta los granos, los seca en el microbeneficio al lado de la casa y sobre todo anima a Tatiana a no rendirse. El sello de mujer en esta finca es absoluto, no sólo una imagen para la mercadotecnia del tipo “café con aroma de mujer”, advierten las productoras.

El anhelo de la caficultora es que haya más mujeres jóvenes que decidan dar el paso hacia la producción de lo que en Costa Rica llamaban “el grano de oro” en medio de los remolinos. En la última temporada perdieron el 30% de la cosecha por exceso de lluvias y falta de recolectores, reporta la hija sonriendo porque sabe que pesan más las fuerzas y las motivaciones para marcar huella propia, como justificó el IICA al reconocerla como una de las mujeres que hacen diferencia en los campos del continente.

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