Lo que el tiempo deshace
El olvido tiene su propio tiempo. Y tiene un lugar, en el que agrupa los acontecimientos que se traga y los que produce

Cada acontecimiento, dijo John Berger, tiene su propio tiempo. “Una hambruna es una trágica reunión de acontecimientos, indiferente, no obstante, para la Osa Mayor, existiendo, como existe, en otro tiempo”.
El olvido tiene su propio tiempo. Y tiene un lugar, en el que agrupa los acontecimientos que se traga y los que produce. Cuando pienso en eso, me gusta imaginar que el lugar del que provienen las palabras y los demás gestos con que nos comunicamos, el lugar desde el que asignamos valor a la vida y contenido a nuestra identidad, no se reduce a los lóbulos del cerebro y a la compleja red de comunicación entre sus distintas áreas.
El olvido es también una trágica reunión de acontecimientos. Una peste invisible que coloniza silenciosamente la mente de tu madre, que estraga la vida y devasta los campos fértiles de su recuerdo. El empujón a una altiva podadora que se mueve a contrapelo del tiempo. Una ocupación violenta de lo que fue y el subsecuente abrigo de su aterradora oscuridad. La tierra arrasada en la memoria de ella, y tu desahucio del lugar que siempre tuviste en su biografía. La anegación de su alma por un mar que podría ser cualquiera, que se bate perdido en repetidas noches sin luna y que se asoma por sus ojos. El despojo de la magia de su mirada.
Pero ni los acontecimientos, ni los tiempos del olvido son los únicos. Coincido con Berger en que siempre estamos entre dos tiempos, el del cuerpo y el de la consciencia. Y en que la gran mayoría de las culturas han intentado ofrecer una explicación para la coexistencia de los acontecimientos que ocurren en el organismo biológico y los que ocurren en la consciencia o en el alma. Todas han entendido que el alma es el lugar de otro tiempo.
¿En cuál de los dos tiempos ocurre el olvido? Seguramente no en ambos. Porque mientras sucede la rendición en el cuerpo biológico que parece atrapar a tu madre, inesperadamente, ella te sorprende con una mirada expresiva. Viene por un instante. Y suspira. O parpadea diferente. O te mira. O te dice “tú… tú eres algo mío. Un amor, ¿cierto?”.
¿De dónde viene ese destello? ¿Esas bengalas instantáneas que revientan la sombra que parecía haberla consumido dentro de su propio cuerpo? ¿Ese diminuto poema que dura una eternidad, que es a la vez una ceremonia de regreso al contacto, y que termina con la liminalidad de la ausencia de quien está sin ser?
Me gusta imaginar que viene del tiempo del alma. Y que el alma comparte tiempo con los poemas. El mismo John Berger explicó que los poemas no se parecen a los cuentos, ni tan siquiera cuando son narrativos. En los cuentos todo avanza hacia el final, y los recorremos porque nos importa el desenlace. En cambio, los poemas, dice Berger, son indiferentes al desenlace, los poemas cruzan los campos de batalla socorriendo al herido, escuchando los monólogos delirantes del triunfo y del espanto.
En el cuento de la vida biológica el desenlace es único. Es cierto e inevitable, y así lo escribió Juan Antonio Corretjer, que en la vida todo es ir/a lo que el tiempo deshace/sabe el hombre donde nace/ y no dónde va a morir. Pero él mismo escribió también que es la vida como un robo/ a lo que el tiempo deshace.
El parpadeo, el suspiro, la frase fugaz o la sílaba incompleta en los que sabes que ella te reconoce y ese lapso imposible de calcular, en el que ella vuelve a la dimensión compartida, son robos perfectos a lo que el tiempo deshace. Esos gestos suyos son poemas, nada tienen que ver con el cuento y el desenlace de su dimensión biológica.
Sólo los poemas -dice Berger- son capaces de dar paz, porque igual que los gestos de la madre sin memoria, prometen que lo que se ha experimentado no desaparecerá como si nunca hubiera existido.
Puede que la idea de vivir la vida como poema sea un buen antídoto contra la tiranía de las fórmulas del tiempo unilineal. El poema es leal al tiempo del alma. Al lugar desde el que llega la mirada de tu madre, esa que sólo tu intuiste, o el aliento que tomó para decirte que te recuerda -aunque luego no lo diga-. En el poema de la vida esas expresiones son el vector de su espíritu. Que te susurra que lo recorras, que vayas por el vector al revés. Y te promete que llegarás a donde ella habita. Lejos del cuerpo que hoy no te deja alcanzarla.
Los acontecimientos que la definen hoy no ocurren en la decadencia de su cuerpo. En un rincón minúsculo que no está en ningún lugar palpable, ocurre el amor de tu madre. Su amor de repetición, el que todo hijo añora, se materializa en breves chasquidos de eternidad. Que viajan hasta ti con la resistencia del alma, indiferente a los tiempos del olvido.
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