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Salir de la miseria sin abrazar la gentrificación: el barrio San Bernardo busca un futuro distinto para el centro de Bogotá

Los vecinos buscan una salida que no implique demoler y desplazar a la población más pobre, como ocurrió en las zonas vecinas de El Cartucho y El Bronx

Dos niñas caminan por una calle del barrio San Bernardo en Bogotá, el 22 de mayo de 2025.
Camila Osorio

A Marta Muñoz no le gusta que a su barrio lo llamen “el nuevo Cartucho” o “el otro Bronx”, y mucho menos le gusta que lo llamen “Sanber”, como lo apodan los jefes del microtráfico de drogas en la zona. Se llama San Bernardo y punto, dice una mañana fría de un miércoles. El barrio en el que nació hace 62 años, era “lindo, muy lindo, no como ahora que está tan deteriorado, yo creo que por una mala intención del distrito”. A inicios del siglo XX era muy apetecido: queda en el centro de Bogotá, y tiene viviendas de dos o tres pisos en un particular estilo Art Decó. Queda a pocas calles del palacio presidencial y la plaza de Bolívar, una ubicación ideal si no fuera porque se ha convertido en una de las zonas más peligrosas de la capital: solo este año ha sufrido cuatro ataques con granadas, ha visto incautaciones de miles de dosis de basuco, y solo aumenta la preocupación por el abierto y alto consumo de estupefacientes por cientos de habitantes de calle. Muñoz, con un grupo de vecinos, busca un mejor futuro para el lugar de sus raíces.

El “nuevo Cartucho” y el “otro Bronx” le recuerdan un problema aplazado por la alcaldía. “Cuando tumbaron el barrio Santa Inés, donde estaba el Cartucho, para construir el parque Tercer Milenio, yo decía ‘pues mejor’, pero no sabía de lo que hablaba”, dice sobre lo ocurrido hace 25 años. El microtráfico y los habitantes de calle que caracterizaban del Cartucho se desplazaron a otra zona vecina, conocida como el Bronx. Cuando esta también fue demolida, en 2016, se mudaron a San Bernardo. “No queremos que nos derrumben la memoria”, dice Patricia Rojas, amiga y vecina de Muñoz.

Vista aérea del barrio San Bernardo.

Las dos mujeres concuerdan en que esas calles guardan una memoria, una historia familiar que usualmente se escapa a los medios. Muñoz cuenta que su papá llegó allí en Villarrica, Tolima, huyendo de la violencia de mitad de siglo XX, y montó una tienda de calzado en una calle a la que hoy es imposible entrar porque hay una ‘olla’ instalada (como se le llama a los centros de expendio de drogas). “Si uno quería conocer las fábricas de zapatos en esa época, estaban en San Bernardo”, dice la pareja de Muñoz, Ricardo Hernández. El barrio era vecino del Hospital San Juan de Dios, por lo que en su época de vacas gordas vivían médicos y otros trabajadores de la salud.

Como ocurrió con otras zonas del centro de Bogotá, San Bernardo se empezó a deteriorar cuando las grandes empresas, las familias más afluentes, empezaron a mudarse al norte. Aún sobreviven pequeños negocios, como talleres de carros y tiendas para la venta de vidrios, pero en la imagen pesa más el microtráfico. “Ahora uno solo oye todo el día a la gente repetir códigos en las calles, como ‘rojo rojo’, ‘todo capas’, ‘gato gato’”, cuenta Rojas, sobre el léxico del microtráfico que pinta la cotidianidad.

“Algo que me parece muy llamativo del barrio San Bernardo es que sus residentes están haciendo todo lo posible para que no se precarice, para salvarlo”, dice Roberto Angulo, secretario de Integración Social de la capital. “Son personas que ahorraron toda la vida por tener su casa, propietarios tradicionales, y no quieren despoblar al barrio”, añade.

Pero hay dos enormes retos para darle un vuelco a la crisis social de San Bernardo: la inseguridad y la desconfianza en algunas instituciones de la alcaldía. La administración de Carlos Fernando Galán, cuenta Angulo, ha buscado acercarse a los vecinos y mejorar la atención en salud a sus habitantes de calle―unas 567 personas, de acuerdo al censo que llevaron a cabo en 2024, de los 10.000 que hay en toda la ciudad de más de 8 millones de habitantes. Pero la atención choca con las redes de microtráfico, divididas en bandas rivales de ‘Los venecos’ y ‘Los costeños’. “Al microtráfico el caos le va muy bien, y muchas veces instrumentalizan al habitante de calle como actor que transporta o consume la droga”, explica el economista. “Hemos visto como las bandas a veces les prohíben ir a nuestros servicios o hablar con nosotros. Hay momentos en que les regalan la droga, o almuerzos, para mantenerlos ahí”, añade.

Vecinos como Muñoz, Hernández y Rojas han sido amenazados de muerte, y creen que se debe a que han conversado con la alcaldía sobre cómo crear nuevas estrategias de renovación urbana. “Como las bandas nos han visto hablar con las instituciones, piensan que los vamos a sacar”, dice Hernández. Pero uno de los panfletos amenazantes que recibieron tenía otra particularidad: los acusaban de haber logrado anular, para lucrarse, un proyecto de la alcaldía que proponía un camino controversial de renovación urbana. Muñoz, Hernandez y Rojas sí estaban en contra de ese plan parcial, explican, pero no para sacar réditos, sino para salvar el patrimonio del barrio.

“Ese plan parcial quería demoler la mayor parte de los edificios para construir vivienda de interés social”, cuenta Carlos Jiménez, profesor de arquitectura de la Universidad del Bosque, y quien lleva año y medio construyendo un plan alternativo de renovación con los vecinos. La alcaldía solo ha reconocido nueve predios como patrimonio, pero el académico aprecia todo el paisaje urbano. “Este lugar tiene un valor intrínseco significativo, no es arquitectura informal o de mala calidad”, añade. Él y un equipo universitario han visitado alrededor de 80 viejos hogares en el barrio. “La mayoría son vecinos que quieren seguir viviendo en San Bernardo”, cuenta.

Aquel controversial plan, una apuesta del exalcalde Enrique Peñalosa que apoyó su sucesora, Claudia López, se cayó en parte por las críticas de los vecinos, y en parte por razones financieras: el Distrito no tenía el dinero para comprar a precios justos los predios. “Ahora arrancó una nueva fase de diálogo con el Distrito para una propuesta que nos desvíe de la vía del Cartucho”, añade Jiménez. “Lo que se propone es trabajar con los vecinos unas propuestas de renovación a una escala más pequeña: no grandes intervenciones sino ir manzana por manzana”, explica.

Los vecinos, sin embargo, entran con gran desconfianza a esas negociaciones, porque sienten que por durante mucho tiempo el Distrito ha evitado resolver los problemas para presionarles a vender a bajo precio. “Efectivamente, en el Cartucho y en el Bronx las actividades ilícitas justificaron la expropiación de forma masiva”, explica el arquitecto.

Habitantes de San Bernardo sostienen fotografías antiguas de la arquitectura del barrio.

El interlocutor clave se llama Renobo, la empresa pública de Renovación urbana. Desde 2025 la dirige Carlos Felipe Reyes, quien lidera las nuevas discusiones. “Decidimos desistir del plan parcial sobre todo por la viabilidad financiera y porque, como dice la comunidad, implicaba demoler 80% del territorio”, explica. “Sin ese plan, igual hay muchos incentivos para que los constructores empiecen a comprar lotes, y no toda la comunidad está en contra de vender. Queremos acompañarlos en esos procesos para que sean justos”, dice Reyes. Y, como explica el profesor Jiménez, en Renobo quisieran tener planes casi calle a calle, para considerar el mejor tipo de renovación para cada una. Eso implica, sin embargo, más tiempo y, sobre todo, más creatividad para renovar sin gentrificar ni demoler el barrio entero.

Muñoz, Hernández y Rojas imaginan algo distinto para la población habitante de calle: no expulsarla, no estigmatizarla, sino alejarla de las dinámicas del microtráfico construyendo un espacio de atención. En el plan parcial, la idea era construir un Centro de la felicidad, un tipo de infraestructura pública con actividades artísticas, deportivas o de formación. La propuesta está ahora en manos del Instituto Distrital de Recreación y Deporte, que, con los vecinos y con Renobo, tiene el reto imaginar una vía que proteja a San Bernardo para cuidar el centro, sin trasladar un problema, o más bien toda una población vulnerable, a otro barrio.

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Sobre la firma

Camila Osorio
Corresponsal de cultura en EL PAÍS América y escribe desde Bogotá. Ha trabajado en el diario 'La Silla Vacía' (Bogotá) y la revista 'The New Yorker', y ha sido freelancer en Colombia, Sudáfrica y Estados Unidos.
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