Deportados por Trump, desaparecidos en las cárceles de Bukele
Los familiares de tres salvadoreños expulsados de Estados Unidos en los mismos vuelos que cientos de venezolanos acusados sin pruebas de ser pandilleros llevan seis meses sin información sobre ellos


El último contacto de Sulma Santos con su hermano José Osmín fue el 9 de abril a través de una llamada desde el centro de detención migratorio en el Estado de Nueva York donde llevaba un par de semanas. “Sulma, yo creo que me van a mover’, me dice. ‘Vamos a hablar rápido, porque puede ser que no volvamos a hablar, porque no creo que me den otro derecho a llamada. Ya vamos camino a El Salvador. Diles allá, a la Jovelina, que me vayan a esperar alrededor de las doce del mediodía’. ‘Sí’, le dije, ‘yo la voy a llamar y le voy a decir’. Pero no terminamos de despedirnos porque la llamada se cortó”, cuenta casi seis meses después la hermana por videollamada desde su casa en el pueblo de Glen Cove, en Long Island (Nueva York).
El vuelo que supuestamente llevaba a José Osmín a El Salvador aterrizó a los dos días de esa conversación fugaz, que Sulma repasa a diario como un cable que la conecta con el pasado. Su hermano era para ella un hombre de carne y hueso de 40 años y no un recuerdo o una esperanza como lo es ahora. Pero él no salió a abrazar a Jovelina, la otra hermana que lo estaba esperando. Después de ver cómo salían los deportados uno tras otro y cómo los recibían sus familias aliviadas y sonrientes, a ella le dijeron que el nombre de su hermano estaba en aquella lista, que también incluía un puñado de venezolanos acusados sin pruebas de pertenecer a la pandilla del Tren de Aragua. Pero estaba tachado. Nunca había abordado el avión, le dijeron. Cuando contactaron a las autoridades estadounidenses, por el contrario, aseguraban que José Osmín sí había sido deportado en ese vuelo. A partir de entonces, solo se han estrellado contra un muro de silencio.
Ante el mutismo oficial, la definición de “desaparición forzada” se asoma como la única apta para describir lo sucedido. Así es como Naciones Unidas define ese término: “Cualquier privación de libertad que sea obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida”. En consecuencia, el caso de José Osmín Santos, junto con los de Brandon Sigaran y William Martínez —también presuntamente deportados en los vuelos que llevaron a más de 250 venezolanos, acusados sin pruebas de ser pandilleros, a las celdas del Cecot, la infame cárcel de máxima seguridad del régimen de Nayib Bukele— han sido denunciados ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos como tal.

Por ahora, sin embargo, el silencio sigue reinando. Ninguno de los tres está acusado oficialmente de pertenecer a una pandilla, solamente constan sus órdenes de deportación en Estados Unidos. Las autoridades salvadoreñas no contestaron las preguntas de EL PAÍS sobre la situación de los tres hombres. Y el abogado Kelvi Zambrano, que ha asumido los casos pro bono ante las instancias internacionales, asegura que “todas las familias han iniciado los procesos de búsqueda, se han dirigido a todas las instituciones competentes del Estado, incluso presentaron el habeas corpus, el recurso idóneo para esta circunstancia, y en ningún momento se ha proporcionado información”.
Lo que les queda a las familias, entonces, es aferrarse a los rumores y a la poca información que han podido recabar independientemente. La madre de William, que prefiere que su nombre no se use por miedo a las autoridades migratorias de Estados Unidos en este segundo mandato de Donald Trump, sí ha visto en fotos a su hijo de 21 años en los últimos seis meses, y aunque no tiene información oficial de su paradero o estado y no ha podido hablar con él, está segura de que está en El Salvador.
En junio, el presidente Bukele compartió un video tras el regreso a Estados Unidos del salvadoreño deportado “por error” Kilmar Abrego García, quien se ha convertido en símbolo de la crueldad de la cruzada migratoria trumpista. En la secuencia de imágenes que pretende mostrar las buenas condiciones en las que estaba recluido en la cárcel de Santa Ana, a la que fue trasladado tras la presión política proveniente de la oposición estadounidense y que se enfoca en la rehabilitación y reinserción de reos no condenados por delitos graves, también estaba William. Fue un rayo de esperanza.
La madre de William le escribió a la esposa de Abrego García por TikTok. “Me dijo que cuando hablara con Kilmar, me regresaba la llamada. Y así fue. Me llamó y me dijo que Kilmar dice que William está bien, que solo estuvieron 20 días en el Cecot y los trasladaron para Santa Ana”, cuenta desde su casa en Texas. De acuerdo a lo que explicó Abrego García, junto con los venezolanos enviados al Cecot había 23 salvadoreños, pero solo dos eran miembros activos de una pandilla. A los 21 restantes, los separaron y, de esos, se llevaron a seis, entre ellos Kilmar y William, a Santa Ana, pues los otros 15 tenían tatuajes.
Entre estar en el Cecot y en Santa Ana hay un abismo. La madre de William respira aliviada desde que le contaron que su hijo estaba ahí y sabe que él sale, le da el sol y trabaja en un taller de carpintería o pintando escuelas. Hace unos días a la tía de William le entró una llamada. Era otro preso con un recado: William está bien y quiere que estén tranquilas. La llamada la hizo el compañero de William en una salida con un celular prestado, pues los reos no tienen contacto con sus familias y la gente les regala llamadas cuando pueden. Ahora, la madre de William espera cada día que salte en su pantalla de celular un número desconocido y que cuando conteste, la voz de su hijo suene del otro lado.
Se aferra a esa ilusión para mantener lejos la culpa que aparece cuando cuenta las circunstancias de la detención de su hijo. Entonces, se le llenan los ojos de lágrimas y se le atasca la garganta. William llegó a Estados Unidos a reunirse con su madre hace unos siete años y entró a estudiar la secundaria, pero con 17 años abandonó los estudios porque su novia estaba embarazada y él se puso a trabajar para sacar adelante al niño, que ahora tiene cuatro años. También ayudaba a su madre con las facturas de la casa.

Pero una tarde del diciembre pasado, mientras estaba llevando a un amigo en su coche, fue detenido. El amigo, que era menor y ciudadano estadounidense, traía una bolsa pequeña con droga. La madre cuenta que se la adjudicaron a William y en cuestión de días estaba en El Salvador, deportado. Dos días después, ella se había gastado todos sus ahorros para que él emprendiera el viaje de regreso con un coyote, pero lo detuvieron en la frontera a mediados de diciembre. Pasó varios meses en un centro migratorio, hasta que en el 5 de marzo de este año accedió voluntariamente a su segunda deportación.
La última vez que hablaron, el 13 de marzo, dijo que ya lo iban a mandar a El Salvador. Pero tras un par de días sin noticias, comenzó la búsqueda desesperada en los dos países. En El Salvador, un amigo de la familia recorrió oficinas y cárceles preguntando por él, pero no consiguió nada. En Estados Unidos, su expediente en la base de datos de migración había desaparecido, así que la madre llamó al último centro de detención donde estuvo. Contestó una mujer. “Nos dijo que había salido en un avión erróneamente donde había muchas personas que se habían ido injustamente, pero que la verdad no podía decirme más”.
El periplo de Brandon Sigaran, de 22 años, empezó mucho antes. En febrero de 2024, cuando salía a trabajar de madrugada con su hermano mayor, los detuvo la policía. Los agentes se dirigieron directamente a él y lo sacaron; a su hermano lo dejaron libre. Pasó un poco más de un mes antes de que la familia supiera de su paradero, cuando por fin llamó desde el centro de detención Bluebonnet, cerca de Dallas. Contó que estaba acusado de cruzar ilegalmente la frontera y de pertenecer a una pandilla, algo que él siempre ha negado.
Entonces, comenzaron los procesos judiciales en los que su familia gastó 25.000 dólares y por los que tuvo que empeñar sus camionetas. Con ese dinero, contrataron a tres abogados que no pudieron hacer nada, a pesar de demostrar que Brandon había llegado con nueve años a Estados Unidos, huyendo precisamente del reclutamiento de las pandillas que por ese entonces tenían a El Salvador sometido a un régimen de terror. También proporcionaron cartas de las directoras de las escuelas donde había estudiado Brandon diciendo que era un chico bueno y honesto. Pero cada juez desestimaba los argumentos, y la orden de deportación se volvía inevitable.
“La última vez que lo vimos fue en septiembre, hace un año exacto”, cuenta Karla Sigaran, madrastra de Brandon. “Mi hijo sufre de una enfermedad que le salen bolas en la piel, y si no le dan la medicina esas bolas se explotan. Le pregunté que si se la estaban dando y él solo agachaba la cabeza. Para octubre, estaba desesperado y deprimido y listo para firmar su deportación”.

El 13 de marzo, Brandon llamó a su familia y anunció que por fin había llegado el momento. A esas alturas, regresar a El Salvador era un alivio difícil de explicar. El juez con el que firmó la deportación le dijo que, como él no había cometido ningún delito, cuando llegara, sería puesto en libertad. Pero nunca sucedió.
Frente a la falta de información a partir de ese día de marzo, la familia también contrató una abogada en El Salvador, quien acudió a oficinas gubernamentales y a morgues, sin encontrar respuestas. Hasta que un día de mayo logró confirmar que estaba en el Cecot. “Pero nos dijo que no podía seguir con el caso. Que lo sentía mucho, pero que ella no podía llevar ese caso porque iba a pelear en contra del Gobierno”, cuenta Karla.
Unos días más tarde, la Cruz Roja llamó a la familia. Ellos también habían logrado confirmar que Brandon estaba en el Cecot, pero que no había nada que hacer, pues él hacía parte de un canje con el Gobierno de Estados Unidos. “No tenía nada de sentido una cosa con la otra”, recuerda aún desesperada Karla.
Brandon tiene tres tatuajes. Uno de ellos es la palabra bullet —bala, en inglés—, el nombre de su antiguo perro. Desafortunadamente para Brandon, también es el alias de un reconocido pandillero salvadoreño, y todo apunta a que esas seis letras han sido su condena.
Karla confirmó que su hijo voló en el mismo vuelo que los venezolanos deportados a mediados de marzo. Así se lo contaron dos de ellos que fueron regresados a Venezuela. Sin embargo, le contaron que apenas llegaron al Cecot, los separaron y no lo volvieron a ver.
A José Osmín, que presuntamente voló a El Salvador en abril, con un grupo mucho más pequeño de deportados, nadie ha confirmado haberlo visto desde la mañana de finales de marzo cuando lo detuvieron a escasos metros de la puerta de su casa, de camino a la estación de tren para comenzar el largo viaje a Manhattan. Trabajaba en la Quinta Avenida como albañil y reparador para varias tiendas de lujo, pero ese día no llegó.
Sus hermanos, en Estados Unidos, El Salvador y Suecia, han agotado todas las instancias pero siguen sin saber realmente donde está. A estas alturas asumen que el silencio sepulcral de las autoridades signfica que está en el Cecot.
De acuerdo a la versión que le dio Kilmar Abrego García a la madre de William, hay otros 17 salvadoreños en la misma situación. Aunque por ahora solo se han denunciado estos tres como desapariciones forzadas. José Osmín cumple años el próximo 3 de octubre, pero ni él ni sus seres queridos van a celebrar. Ante el vacío de información, el desasosiego se asienta en la cabeza y en el pecho de los familiares. Y el peor de los pensamientos nunca se va.
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