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Beato Ortiz, el migrante del que los políticos no hablan

El mexicano cruzó la frontera de forma ilegal a los 15 años y dos décadas después es el “rey de las tortillas” en Virginia

Beato Ortiz
Carla Gloria Colomé

Cuando a inicios de año un corte de energía dejó sin agua las casas de miles de residentes de Richmond, la gente se empezó a avisar, de boca en boca, de que Beato Ortiz Hernández ofrecía garrafones gratis en su tortillería Mixteca. Así es Beato: 40 años, siete hijos, cinco tortillerías. Es todo lo que ciertos políticos detestan y todo lo que casi ninguno menciona: un inmigrante mexicano que cruzó la frontera ilegalmente y ahora les retribuye con impuestos que salen de las miles de tortillas de maseca y nixtamal que vende a diario a los habitantes de Virginia.

Cómo alguien así, que dejó la montaña alta de Guerrero, caminó tres días el desierto de Sonora y casi muere de frío, es hoy el “rey de las tortillas” de Virginia es una pregunta que responde con cierta timidez, casi con una sonrisa o una mueca. “Yo venía con muchos sueños y trabajé muy duro, hasta lograr lo que ya tengo”.

En realidad Beato siempre fue un negociante, un pequeño traficante de comida. Con ocho años, salía a vender los tamales de su mamá en Metlatónoc, el municipio de unos 20.000 habitantes donde nació. “A mis hermanos les daba pena vender. A mí no me importaba, solo agarraba la cubeta y salía con los tamales”. Si al pueblo llegaban los militares, o gente de afuera, Beato les ofrecía leña a cambio de un cartón de huevos, unas latas de atún o de sardinas.

Sus padres —ella, ama de casa; él, campesino— tenían una tiendita que les reportaba muy pocas ganancias, así que Beato siempre quiso estudiar. Y lo intentó. Se fue a Tlapa, a la ciudad, pero no pudo sostener por mucho tiempo la escuela. “Mis padres no tenían los recursos, es difícil, si no hay dinero no puedes estudiar allá”. El día que cruzó la frontera, lo hizo, dice, enojado, con despecho. No quería irse. “Pero si no puedo estudiar, ¿para qué voy a estar aquí?”, se cuestionó. Tenía 15 años.

Richmond era un sitio lejano y diferente, de unos 229.000 habitantes, a veces muy frío, donde se hablaba inglés y no español o mixteco, y donde hace 23 años, cuando Beato llegó a la ciudad, apenas había tiendas para comprar buenas tortillas. No las tortillas con conservantes que permanecen, frías, en los estantes de las grandes cadenas de supermercados, sino la tortilla de maíz, calentita, acabada de preparar por la gente que más come tortilla en el mundo, unos trescientos millones cada día. “Me dije, pues eso es lo que hace falta aquí”.

Pero antes de su primera tortillería, y de cualquier “éxito” que pueda tener hoy, pasó tiempo y pasaron cosas. Con solo 15 años, siendo un menor de edad, a Beato nadie le quería ofrecer trabajo. Se fue a la escuela un tiempo. Aprendió inglés. Trabajó en una fábrica de carritos de compra, en un hotel limpiando pisos, en un restaurante chino. “Yo trabajé en todos lados, porque aprendes a hacer de todo”.

Cuando un día expiró su permiso de trabajo y nadie lo quería contratar, le ofrecieron pagarle en especies, con cosas que los jefes no querían o no necesitaban, y que luego Beato vendía en el Flea Market. Comenzó a ahorrar, a ahorrar, a ahorrar cada centavo. Fueron los tiempos en que recibió la noticia del asesinato de su padre en Guerrero. “Alguien tenía que trabajar para mantener a la familia en México”.

Con 25 años, Beato tuvo su primer Food Truck, con una oferta variada en hamburguesas, tacos, burritos y otros productos. Acumuló ganancias. En 2014 abrió las puertas de la Tortillería Azteca, su primer negocio de fabricación y venta de tortillas, en un lugar tan pequeño en el que apenas cabía una máquina para procesar la masa, un refrigerador para guardarla y una mesita para la venta de unas mil tortillas diarias.

“Lo más curioso es que nadie creía en mí. Ni mi pareja, ni mi familia. Pensaban que no lo iba a lograr. Tuve que trabajar prácticamente solo, entre 14 y 16 horas diarias los primeros dos años”.

Unas navidades, Beato se dio cuenta de que había hecho cerca de 500 dólares al día, y no los 70 que solía ingresar cuando empezó. Se dijo que era bastante, al menos para él. La gente regaba la voz. Los clientes, contentos, volvían a comprar. Los latinos de Richmond hablaban de sus tortillas, las tortillas de Beato, de maseca y nixtamal, por precios de entre cuatro y cinco dólares el paquete.

Beato Ortiz

Hoy tiene cinco tortillerías en diferentes puntos de Virginia, donde más de 30 trabajadores manejan grandes máquinas que producen 12.000 tortillas por hora, y que acumulan casi 60.000 tortillas diarias. Su Tortillería Mixteca es la primera a gran escala del Estado. Beato no tiene un secreto, pero sí algo clave. “Mis tortillas están frescas y calientes, esponjaditas, bien cocidas, sin conservantes ni químicos. Son únicas, con maíz fresco”, asegura.

A Beato la gente lo escucha. Es todo a lo que muchos aspiran. Otros migrantes se le acercan para hacer negocios, y él los ayuda sin pensarlo dos veces. Algunos, cuenta, ya han comprado casas, otros están por abrir su segundo puesto de venta. También se le arriman para otras cosas, para pedirle un consejo, para saber qué pueden hacer ahora, que los titulares de prensa anuncian el comienzo de redadas en casi todo el país, en medio de la misión del presidente Donald Trump de terminar expulsando a casi 11 millones de emigrantes.

Beato —que hoy es ciudadano estadounidense tras haber sido beneficiado con una Visa U por el asalto a mano armada de unos atacantes— se sonríe con pena cuando oye a algún político decir que la gente como él, los migrantes, son unos vagos, criminales, gente que no trabaja. Ese cuento se lo pueden hacer a otros, pero no a él, que ha doblado el lomo por horas, semana tras semana, año tras año.

No está preocupado por él pero sí por los demás, por su familia indocumentada, por sus amigos. Ha aprovechado la visibilidad agenciada como negociante y vendedor de tortillas para decirle a su comunidad, en lengua tun savi, que por favor se cuide, que conozcan sus derechos en caso de enfrentar una deportación, que no abran las puertas de las casas o que no firmen ningún tipo de documentos. “Siempre les recomiendo que ahora paren la fiesta, cualquier falla que se tenga va a afectar, no se puede caer en la mano de Migración”.

Y la gente le presta oídos para todo, para cuidarse de los agentes o para levantar un negocio. El éxito de Beato, según él mismo, está en todo lo malo y lo bueno que le ha pasado. Y es eso lo que transmite al resto: “La clave es todo lo que he aprendido, y todo lo que he sufrido. La paciencia, la fe en Dios y la confianza en ti mismo. No dejar que nadie te robe el sueño”.

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Sobre la firma

Carla Gloria Colomé
Periodista cubana en Nueva York. En EL PAÍS cubre Cuba y comunidades hispanas en EE UU. Fundadora de la revista 'El Estornudo' y ganadora del Premio Mario Vargas Llosa de Periodismo Joven. Estudió en la Universidad de La Habana, con maestrías en Comunicación en la UNAM y en Periodismo Bilingüe en la Craig Newmark Graduate School of Journalism.
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