Defensa de ‘Emily en París’, una de las series más tontas de Netflix
Es comida basura hecha televisión, una comedia que se toma tan poco en serio a sí misma como nosotros a ella. Estrena su quinta temporada y sigue siendo deliciosamente absurda

Es tonta, ñoña, repetitiva, llena de tramas sin sentido y personajes abofeteables. Está repleta de clichés y sus protagonistas visten de una forma que jamás haría una persona razonable en la vida real. Emily en París es absurda, y por eso es tan divertida. Ya va por su quinta temporada y confirmamos que sigue siendo tan tonta y tan entretenida como siempre. Es comida basura hecha televisión. Y justo por eso, millones de personas caen (caemos) en sus redes cada temporada. Porque a veces una no necesita una serie sesuda, trascendental, profunda. A veces, una solo quiere ponerse delante de la pantalla y no pensar, ver una serie que se tome tan poco en serio a sí misma como nosotros a ella.
Quizá en su primera temporada, cuando los franceses se ofendieron por la representación de ellos que ofrecía la comedia creada por Darren Star (autor, entre otras, de Sexo en Nueva York, Melrose Place y Sensación de vivir), podía tener sentido poner el grito en el cielo, sobre todo cuando no se había visto la serie. Pero pronto quedó claro a qué estábamos jugando. Esta es la historia de una veinteañera de Chicago que se traslada a París para tratar de llevar su mirada digital a la oficina francesa de la empresa de marketing en la que trabaja.
El espectador no debe hacerse muchas preguntas: ¿cómo puede ser que la cuenta en Instagram de Emily (Lily Collins), recién creada, crezca a esa velocidad si la chica no tiene ningún interés? ¿Cómo se puede permitir el estilo de vida que lleva? ¿Alguna vez se relacionará con algún chico que no parezca sacado de la portada de una revista de moda? ¿Por qué todos los franceses hablan tan bien inglés?

Y así, con triángulos amorosos de los que ya hemos recorrido varias veces todas sus esquinas, idas y venidas laborales, muchos planos de postal de París e incontables estereotipos, hemos llegado a la quinta temporada, que Netflix lanza este jueves. Ahora, Emily estrena corte de pelo, novio y ciudad, porque se ha trasladado a Roma siguiendo los pasos de un nuevo interés romántico y con la promesa de dirigir la oficina romana de su agencia, lo cual no es más que una excusa para incluir nuevos tópicos —ahora italianos— en la trama. La ingenua y pizpireta Emily compartirá andanzas con sus habituales compañeros de trabajo, e incluso recibirá la visita de su mejor amiga (quien, por cierto, vivió su propia aventura eurovisiva en temporadas anteriores, porque esta serie tiene de todo).
(Ojo, espóileres a partir de aquí).
Buenas noticias para los fans de la serie, que no tarda en dejar Roma para regresar a París: sigue siendo tan superflua, innecesaria y absurda como siempre. Incluso un poco más. Las relaciones amorosas (¿queda alguien en esta serie sin su triángulo amoroso?) se retuercen hasta lo imposible. Prácticamente todas las relaciones laborales tienen algún lazo sexual o emocional de por medio (“es difícil saber quién es un cliente, quién sale con un cliente…”, se escucha esta temporada). Eso sí, los modelitos han rebajado ligeramente el nivel de excentricidad.
Algunos ejemplos de tramas absurdas. Emily acude a una fiesta en la embajada de Estados Unidos en Francia para celebrar el 4 de julio. “Habrá perritos calientes”, dice el hombre que la invita. “No me digas, no recuerdo el último que me comí”, contesta ella, porque se ve que conseguir un perrito caliente en Francia es misión imposible. Más tarde, en la fiesta descubrirá que la embajada tiene un almacén de productos estadounidenses a donde acuden sus trabajadores cuando sienten morriña. Entre esos exóticos productos para los europeos se vislumbran galletas Oreo, M&Ms y latas de Coca Cola y Pepsi. Más adelante, el novio de turno de Emily, que quiere fundar su propia marca de moda y busca diseñador, terminará revelando que en realidad le gusta pintar bocetos, algo que descubre por casualidad la propia Emily, con lo que él mismo será su propio diseñador. Porque aquí las cosas se estropean y se arreglan de repente según conveniencia del argumento.

También puede haber tramas tan previsibles como la del misterioso amante de Sylvie en la segunda mitad de la temporada. Su identidad resulta cualquier cosa menos sorprendente. La serie incluso sabe jugar a ser autorreferencial y reírse de ella misma y de su protagonista: una campaña que propondrá Sylvie en esta temporada está inspirada en Emily, sus publicaciones en Instagram y sus relaciones amorosas.
Esto es justamente lo que alguien busca cuando se pone una quinta temporada de una serie esta. La decepción habría sido que ahora, de repente, Emily tomara decisiones racionales, vistiera como una occidental normal o la agencia de marketing optara por tener entre sus clientes pymes y no grandes marcas como Intimissimi o Fendi. Al fin y al cabo, la comedia, más que una serie, parece un gran anuncio publicitario, con el product placement integrado como algo consustancial a ella. Hay quienes se dedican a analizar y desgranar los estilismos para que cualquiera pueda hacerse con el vestuario y complementos de la serie porque saben que se buscarán como El Dorado.
Emily en París es ese entretenimiento que te invita a no pensar, esa serie que te da media hora de nadería alegre y despreocupada. ¿A quién le importa que sus tramas sean descabelladas e insustanciales? Si existieran los placeres culpables, sería su definición perfecta. O del famoso hate-watching, ese gusto por ver series que se odian solo por el placer que supone odiarlas. Emily en París es escapismo puro y duro. Y a quien no le guste, ha tenido cinco temporadas para retirarse.
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