La pornografía masticadora de los ‘influencers’ gastronómicos
Internet se ha llenado de gente que trabaja de comensal. Su oficio consiste en grabarse mientras engullen. Han conseguido que centremos la mirada en lo que era invisible e incluso tabú


Las ménades es un cuento de Julio Cortázar en el que el público de un teatro devora a los artistas y todo lo que se le ponga delante. En su estela, Manuel Vilas incluyó muchos años después, en su libro Setecientos millones de rinocerontes, la historia de un escritor que, en la presentación de un libro, ve cómo los asistentes se transforman en rinocerontes y le atacan y devoran.
La imagen del público como una horda hambrienta es recurrente, y no pocas veces rompe las barreras de la fantasía y deviene amenaza real. Que se lo digan a quienes han sufrido un abucheo o un acoso en las redes. Lo que no imaginaron ni Cortázar ni Vilas es el giro actual: el público masticador se ha convertido en artista. En este mundo especular en el que regresamos a los teatros del siglo XIX, donde lo importante sucedía en los palcos y en la platea, asistimos a funciones consistentes en la cara de un espectador reaccionando a algo que no podemos ver ni disfrutar.
Los influencers gastronómicos son el grado cero de esta pornografía de la masticación. En un plano corto y un léxico paupérrimo pronunciado con la boca llena, han destruido el arte antiguo de hablar sobre comida. Ya no importa el caos de un restaurante rodado en plano secuencia, ni las virguerías de un chef genial, ni los trucos de un cocinero simpático que enseña a hacer las mejores croquetas. Internet se ha llenado de gente que trabaja de comensal. Su oficio consiste en grabarse mientras engullen. Han conseguido que centremos la mirada en lo que era invisible e incluso tabú: el interior de la boca de los clientes.
Prueban de todo. Un día están en Mugaritz, y al siguiente, en un Burger King de un polígono de Talavera, y no es raro que le pongan peros al primero y aplaudan el segundo. Sus gestos, chistes, manías y guarradas —son muy de manosear la comida y pringarse las barbas con salsas y migas— han aniquilado siglos de venerable tradición gastronómica. Si Josep Pla o Álvaro Cunqueiro escribían poesía petrarquista al calor de una sepia o de un plato de almejas, estos balbucean frases de una simpleza atroz, dando la medida vulgar de unos tiempos que han renunciado a elevar el placer de comer, hasta hacerlo indistinguible del animal que hoza en el pesebre. Las pesadillas de Cortázar y de Vilas triunfan hoy en internet. Y pronto, en la tele.
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