La demonización de la vida digital
Cada cierto tiempo surge una oleada de desprecio hacia los que estamos pendientes del móvil y no nos salva utilizar el progreso para estar cerca de la gente que queremos


Despreciar el móvil son los nuevos pies. Explico esta frase que parece generada por una IA ebria. En los albores de las redes sociales, anunciaban el verano las fotos de pinreles al sol —si se preguntan por qué hay tantos negocios de hacerse las uñas, la respuesta está ahí—, los “aquí sufriendo” y un batiburrillo de imágenes intrascendentes que documentaban las vacaciones desde el check-in. Ahora casi nadie escribe nada personal en las redes sociales —hace unos días leí un artículo interesantísimo de Enrique Rey sobre ello—, languidecen carcomidas por anuncios personalizados vía algoritmo y bronca política patrocinada por ejércitos de bots.
Este ocaso alegrará a los que siempre han demonizado la vida digital, un fenómeno que cobra especial virulencia en verano, no me pregunten por qué, bastante es tener una teoría sobre la proliferación de los salones de uñas. Hace unos días me crucé —en el móvil— con una foto en la que alguien miraba al frente en el autobús mientras el resto atendía a sus móviles. “Ya no sabemos disfrutar de la vida” o algo similar rezaba un comentario aplaudidísimo. Otros sentenciaban que esa actitud deshumaniza. Parece que no extasiarte ante el cogote de un desconocido durante un trayecto que repites a diario te convierte en alguien que no sabe disfrutar las cosas importantes.
Como soy de las que vive a un teléfono pegada me sentí interpelada y me rebelé, pero no les convencí. Contemplar una pantalla mientras hay seres vivos a mi alrededor me convierte en sospechosa. Da igual que a través de esa pantalla pueda relajar la melancolía de mi padre, alborozarme con el enamoramiento veraniego de una amiga que creía estar muerta para las cosas sentimentales o leer un precioso poema de León Felipe sobre el romero que alguien acababa de enviarme, actividades que un test de Turing consideraría humanas, creo. No quieren saber que también uso el móvil para comprobar el estado de mi gato algo pachucho o que acaricio suavito su vidrio químicamente reforzado cuando me cruzo con las fotos de la mujer por la que suspiro. Para un sanedrín analógico que juzga los actos ajenos sin molestarse en profundizar en ellos —uno de los grandes males de la humanidad— estoy empobreciendo la vida moderna con mi actitud. Me condena mantenerme físicamente indiferente a los cogotes extraños y no me salva utilizar el progreso para estar cerca de la gente que quiero.
Dejo de pelearme y sigo haciendo scroll en el autobús, pasando por el timeline como el romero “una vez, una vez sólo y ligero, siempre ligero”.
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