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Columna
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Los agnósticos tenemos dioses terrenales

Si la palman, ahí seguirán sus discos, sus libros, sus películas. Nos han regalado pedazos de cielo a los que creemos que tanto este como el infierno solo existen en la Tierra

Van Morrison, en su concierto en Madrid el 4 de junio.
Carlos Boyero

Me gustan mucho las crónicas de Fernando Neira en este periódico sobre los conciertos que ofrecen algunos personajes tan impagables como legendarios. Le he visto mejores exhibiciones a Van Morrison, el volcán romántico de Belfast. Pero hay un momento durante el primer recital que ha ofrecido en Madrid en el que percibo la humedad en los ojos y algo muy hermoso en el corazón. Es su benditamente alargada interpretación de In the Afternoon. Los recuerdos vuelven y conmueven. Escribe Neira en su crónica sobre este recital: “Las inmundicias de la vida propia, y no digamos de las ajenas, bien pueden esperar si lo que se dirime delante de nuestras narices es lo más cercano a la religión que experimentaremos los agnósticos”. No se puede explicar mejor. Pues eso, que nos duren nuestros dioses terrenales. Y si la palman ahí seguirán sus discos, sus libros, sus películas. Nos han regalado pedazos de cielo a los que creemos que tanto este como el infierno solo existen en la Tierra.

Y también leo con pasión, inquietud, miedo, un libro complejo, misterioso y apasionante titulado La llamada. La autora es Leila Guerriero. No acostumbro a conectar con sus columnas periodísticas. Sí con sus reportajes. Y este texto me parece excepcional. Me provoca sensaciones parecidas a las de El adversario. Y devoré La llamada de un tirón.

Embelesado con esas cosas, no sé por qué diablos se me ocurre encender la televisión, ese aparato que me provoca con demasiada frecuencia la grima. Aparecen en las noticias dos individuos que representan lo peor. No solo por lo que dicen y hacen, sino también por su expresividad física. Son Donald Trump y Elon Musk, reyes supremos del universo actual. Por su poder y por su dinero. El primero puede hacer aún peor este mundo. El segundo ha cambiado la forma de vivir con la adhesión de todo cristo a su embrutecedora y adictiva tecnología. Que todo dios, excepto algunos resistentes cercanos a la inmolación, pase su existencia mirando un aparato móvil ha sido provocado por Musk y sus colegas, los más listos, prácticos, oportunistas y vampíricos. Ver y escuchar a esos dos hombres me despierta ya no repulsión moral, sino también física. Cuentan que ahora están encabronados entre ellos. Sería precioso y utópico que se devoraran mutuamente. Pero eso solo ocurre en el cine. En la vida los monstruos participan de infinitos y comunes interés.

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Carlos Boyero
Crítico de cine y columnista en EL PAÍS.
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