Una jueza para callarlos a todos
‘Hierro’, la serie de Movistar + ambientada en la isla canaria más remota, vuelve sin perder fuelle, superando a su primera temporada y enfrentando al personaje de Candela Peña con un mafioso especulador con look a lo Santiago Abascal

“¿Me van a dejar terminar?”. “¿Puedo hablar?” “¿Puedo hacer mi trabajo?”. Los espectadores de la primera temporada de Hierro (Movistar +) ya entendieron que la paciencia y estoicismo de la jueza Candela Montes (interpretada por Candela Peña) siempre será proporcional a la cantidad de veces que los hombres intentarán interrumpirla. Ese confort por lo aprendido, ese déjà vu que en lenguaje de internet se reduce al repetitivo, sonoro y potente “¡dilo!”, nos invade de nuevo en la segunda temporada que se estrenó el pasado viernes. Aliviados y entrenados, como ese bienestar que proporciona meterse en esas sábanas que ya conocemos del hogar parental, brindamos (no tan figuradamente) con nuestra pantalla cada vez que su señoría manda callar a los mansplainers sin que le tiemble su siempre impecable y aspiracional flequillo.
Con dos episodios emitidos hasta esta fecha –los próximos se colgarán cada viernes de forma semanal–, la segunda temporada de Hierro, el proyecto creado por Pepe Coira y Alfonso Blanco y dirigido por Jorge Coira, certifican que esta ficción ambientada en la isla más remota de las Canarias es capaz de superarse a sí misma. Que este drama negro ni pierde fuelle ni defrauda tras resolver el misterio de quién mató a Fran, la trama que movió el interés de la temporada inicial. Por una parte, la nueva etapa sigue conectada con varios personajes y funciona como una especie de epílogo de lo ocurrido. Ahí están, enormes, Díaz (Dario Grandinettti) y su hija Pilar (Kimberley Tell), lidiando desde su platanera con los chanchullos no resueltos de narcotráfico con el heterodoxo a la par que fascinante y lynchiano clan familiar de Samir (el personaje de Antonia San Juan siempre estará presente, como ese retrato imponente que preside en ese enigmático salón de su hogar colonial). Por otra, la temporada introduce a nuevos personajes que conectan a todos entre sí. Gaspar Varela (Matías Varela), un ambicioso especulador mafioso fanático de la camisa y americana prieta a lo Santiago Abascal, enfrentándose a la custodia de sus hijas –Ágata (Naira Lleó) y Dácil (Helena Sempere)– con su ex pareja, Lucía (Aroha Fahez) en un conflicto que dividirá a la isla en dos bandos.
Sin perder ese halo de magnetismo hacia lo sublime y sobrecogedor de una isla que se erige como una protagonista más, el terreno traza paralelismos visuales con la trama entre los planos colosales y magnéticos de la naturaleza más brutal e imprevisible. Lidiando con esas brumas de altura embutida en power suits y faldas lápiz y sin renunciar a sus tacones para encaramarse a calles empedradas, Hierro corona de nuevo a la jueza Montes, merecidísimo triunfo para Candela Peña en los premios Feroz y de la Unión de Actores de 2020, en ese endiosado equipo de mujeres carismáticas y decididas de la televisión–eso para los que tengan buen ojo; para los de tradición misógina serán bordes y estiradas–. Una liga en la que también juegan con soltura la abogada Diane Lockhart de The Good Fight, la inspectora Laia Urquijo de Antidisturbios o la detective Stella Gibson de The Fall. En Hierro, esa jueza implacable que ha acabado castigada en una isla lo más alejada de la península por cuestionar demasiadas cosas, también es una madre coraje y una mujer vulnerable y afectada por la culpa de sus nada fáciles decisiones.
En la primera temporada un lugareño le explica a la jueza que el asesinado era un poco “machango”, lo que según la jerga local es “un tipo cojonudo, pero un poco gilipollas”. En tiempos en los que a muchos nos gustaría tener esa firmeza para gritar ese “¿Puedo hablar?” entre tanto ruido ambiental, es ver a esa jueza “acostumbrada a los problemas” reclamar sensatamente su lugar y el espectador pandémico no puede evitar suspirar y pensar cuánta falta hace nos hace una Candela Montes para pedir sitio y para callar, de una vez por todas, a todos los machangos con los que lidiar.
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