'Alta fidelidad’ y alta diversidad
Todo el esfuerzo que esta serie pone en mostrar a unos personajes femeninos atractivos lo pierde con unos perfiles masculinos que directamente dan grima

En una entrevista reciente con este periódico Cris Lizarraga, cantante y teclista del grupo Belako, explicaba lo mucho que le marcó la lectura de Alta Fidelidad (1995), novela del británico Nick Hornby sobre fallidas relaciones sentimentales y compulsivo coleccionismo de discos. Pero aquella lectora ya no es adolescente y si hoy leyese la novela, explicaba Lizarraga, le “horrorizaría” por misógina y machista. La cantante venía a decir que básicamente se trata de la historia de un tío bastante pesado y ególatra que piensa que todas sus ex están locas mientras él es un pobre incomprendido.
Alta Fidelidad siguió su exitoso recorrido por la cultura popular de finales de siglo con una adaptación cinematográfica dirigida por el británico Stephen Frears y protagonizada por el actor John Cusack, que también era coguionista. La trama cruzaba el charco y la tienda de discos del personaje central ahora estaba en Chicago. Allí, entre listas de canciones, se lamía las heridas un personaje (Rob) que tampoco pasaría la prueba del algodón del revisionismo de género, un machista de libro que solo sabe hacer mansplaining musical.
Es en este caldo de cultivo donde hay que situar el remake en formato serie de un libro (y una película) de culto. La ciudad es ahora Nueva York y el alma en pena es una mujer, Zöe Kravitz, hija del músico Lenny Kravitz y Lisa Bonet, actriz que en la versión de Frears interpretaba a una cantante que para sorpresa de todos le echaba el ojo al pringado de Cusack. Vistos los cuatro primeros capítulos de una serie de diez —la segunda temporada parece estar en la cuerda floja por un desacuerdo entre las creadoras (Sarah Kucserka y Veronica Becker) y la plataforma Hulu—, lo único que parece diferente del original es ese trasvase de género que convierte a Rob (el nombre sigue siendo el mismo) en una chica obsesiva, caótica y de corazón analógico, que tiene una anacrónica tienda de discos, se enreda en confeccionar playlists (en vez de cintas de varios) para exorcizar sus penas, no tiene perfil de Instagram y a la que en general le repatean las modas, sobre todo las que asociamos con planes de amigas hablando de sexo y cócteles almibarados.
Como es obvio, porque de eso va la serie, tiene un grave problema con sus rupturas y exparejas, entre ellas también una chica, y así todos tan contentos. El abanico de la diversidad racial y de género queda representado por la protagonista, mujer bisexual afroamericana, y sus fieles escuderos, los dos amigos y empleados de su tienda de discos, un gay blanco y esa mujer negra XXL que da vida Da’Vine Randolph y que logra (y el mérito no es poco) algo más que suplantar al Jack Black de la película original. Randolph es genuinamente graciosa, y todo su histrionismo y verborrea le brindan efervescencia a una serie que apenas se aleja en su estructura narrativa del patrón original y que tiene su mejor baza en una Zöe Kravitz capaz de soportar ella sola todas las variantes del primer y medio plano.
El problema de la serie, en cuya producción también está involucrado el propio Hornby, no es solo que calque en lo esencial al original sino que todo el esfuerzo que pone en mostrar a unos personajes femeninos atractivos lo pierde al ceñirse a unos perfiles masculinos que directamente dan grima. Efectivamente, las mujeres no eran el fuerte del original, aunque al menos estaban Catherine Zeta Jones y, por supuesto, Lisa Bonet. Ellas daban igual. El problema de ahora no es pecar de clichés feministas, sino hacer creíble y apetecible una historia en la que una chica como Zöe Kravitz, por muy obsesiva e insegura que sea, se cuele por personajes como los que interpretan Thomas Doherty, Jake Lacy o Kingsley Ben-Adir. Es difícil calcular cuál de los tres da más pereza, pero ninguno de ellos merece ni volver a fumar, ni ahogarse en comida basura, ni tragarse otra vez la misma historia.
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