“Probablemente ya moriremos de otra cosa”
Testimonio de un colaborador de EL PAÍS en Jerusalén tras recibir la segunda dosis de la vacuna
Hasta que aterrizó en Israel hace casi un año, cuando los ojos del mundo aún estaban puestos en la ciudad china de Wuhan, el misterio del nuevo virus que le cambió la vida a millones de personas en el mundo, mi mujer, Marta, y yo no conocíamos otra vacuna que la que todos los años nos previene de la gripe. Me adelanto a informar que nos aplicaron el miércoles 20 de enero la segunda dosis de la vacuna de Pfizer, en ambas ocasiones por medio de un brevísimo pinchazo en el hombro, no más de dos o tres segundos, y por ahora sin consecuencias.
Cada vez parecemos más sabios acerca de este novísimo mundo. Desconcertados al principio, sobre todo por las contradicciones y los zigzagueos de las autoridades y por la disciplina que nos exigía el Gobierno bajo tétricas amenazas, como los confinamientos, admito que pronto llegamos a la indiferencia ante el fenómeno de la pandemia. Es decir, no teníamos motivos para rebelarnos, como los que perdieron el empleo por el cierre de restaurantes y bares y de la industria cultural.
Sabíamos que a nuestra edad, 83 y 84 años, respectivamente –es decir, bastante más cerca de la salida que de la entrada a la vida– la consigna es cuidar la salud, comer sano, no caerse ni resbalarse en la bañera, o no olvidar de tomar las medicinas. De pronto, tras la aparición de la covid-19, pasamos a formar parte de la amplia franja de ancianos en situación de riesgo, otra categoría de la vejez, y la principal entre los más de 4.000 muertos contabilizados en este angosto país de poco más de nueve millones de habitantes, bastante habituados a vivir bajo diversos temores. Reconozco que menos que los palestinos, nuestros vecinos bajo régimen de ocupación militar, quienes ni vacunas tienen. Uno de ellos es quien nos ayuda a limpiar la casa desde hace 10 años. ¿Es lícito, por miedo al contagio, preguntarle si ya se vacunó?, nos planteamos mi mujer y yo.
La irrupción del insólito virus en el diario vivir, en nuestro caso, no fue motivo de especial preocupación. Tampoco la proximidad de los judíos ultraortodoxos ni de muchos de entre los ciudadanos árabes de Israel, comunidades que pasan por alto las recomendaciones sanitarias e incluso se rebelan ante la policía. Por ejemplo, mi esposa, ni siquiera piensa en la muerte, y menos a causa de un bicho. Yo, menos optimista, pienso todos los días en ella, pero desvío la mirada y ya está.
Dada nuestra rutina de personas mayores desde que comenzó la pandemia –sin mencionar que solo vemos a nuestros hijos y nietos a través de las dichosas pantallas contemporáneas–, no sufrimos en particular y respetamos al pie de la letra las órdenes, como en la guerra, una metáfora ya habitual en el lenguaje oficial. Después de la “Operación Pon el Hombro”, el Gobierno se propone vacunar ahora a 250.000 ciudadanos al día en una carrera por completar la “Operación Volver a Vivir” para inmunizar a más de la mitad de la población a fines de marzo. Aun protegidos, tendremos que seguir con las mismas precauciones: mascarilla y demás.
Lo cierto es que aprovechamos el tiempo vacío reordenando la casa, cumpliendo nuestras tareas domésticas sin prisa, releyendo libros o frotándonos los ojos ante en el televisor con las últimas cifras de analizados, contagiados y muertos, además de las entrevistas a una interminable cantidad de expertos. Afortunadamente, nosotros vivimos en una casa grande y podemos darnos el lujo del distanciamiento social. No es que antes tuviéramos una loca vida social, pero, eso sí, no podemos ir al teatro ni al cine.
Es penoso para quienes no entendemos ni jota de lo que ofrecen esos telefonitos con los que nuestros nietos pasan el día mientras hacen como que estudian por Zoom. Y todo esto sin afligirnos por nuestro futuro, no solo por la seguridad de que probablemente ya moriremos de otra cosa distinta del coronavirus gracias a las vacunas que nos inyectaron. No obstante, no dejamos de pensar mientras tomamos el té en qué será de nuestros familiares de menor edad.
Elías ‘Zaldívar’ Scherbacovsky es periodista israelí de origen argentino. Antes de su jubilación, en 2008, estuvo al frente de la delegación de la agencia Efe en Jerusalén. Colabora ocasionalmente con EL PAÍS.
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