Andrea Proenza: “Muchas revistas femeninas transmitían la idea de que nuestra felicidad dependía de estar con un hombre”
La periodista publica su primer ensayo, ‘Cartografías del deseo amoroso’, en el que traza un mapa sobre cómo la cultura, la tecnología y las normas sociales, marcadas por la heterosexualidad normativa y la mercantilización de los afectos, han configurado las relaciones y los vínculos de la generación ‘millennial’.
Cuando Andrea Proenza (Pamplona, 1996) tenía 12 años confeccionó una lista de metas que quería alcanzar “cuando fuera mayor”. Las páginas de su cuaderno de Los Increíbles recogieron un deseo cultivado durante su infancia y adolescencia: “Encontrar el amor verdadero”. “Los productos culturales empezaron a inculcarnos desde bien pequeñas toda la idea de la pareja normativa heterosexual, el matrimonio y la familia como un ideal de felicidad al que aspirar. Nos hacían creer que la pareja heterosexual monógama está por encima de todo lo demás, y su alternativa, quedarse sola, ser percibida como una solterona, era entendida como un fracaso”, asegura décadas después.
Tras comprender que “cada generación está afectada por el amor de una forma diferente”, asumió el reto de recorrer las formas en que aquellas personas nacidas en la década de 1990 y principios de los 2000 –la famosa generación millennial– ha crecido con unos determinados mensajes “sobre cómo debemos relacionarnos con nuestros vínculos afectivos”. Lo plasma en Cartografías del deseo amoroso (ediciones en el mar, 2025), un ensayo que entrelaza las voces de una genealogía feminista con la experiencia personal de la periodista y divulgadora en redes sociales para pensar en el amor desde otros lugares muy alejados de esas encorsetadas imágenes de los afectos que nos han hecho pensar como únicas.
Fiel lectora de Carmen Martín Gaite, Proenza se propuso continuar con la estela de la salmantina. Y, aunque afirma en el prólogo de su primera obra que esta idea inicial fue evolucionando, lo cierto es que ha conseguido trazar un amplio mapa de los usos amorosos de la generación millennial: “No se estaba contando cómo nuestra generación ha heredado algunos elementos de socialización de nuestras madres y abuelas, muy vinculadas a lo religioso, y al mismo tiempo le han marcado productos culturales como esas revistas femeninas juveniles o novelas tipo Crepúsculo o A tres metros sobre el cielo, y, por supuesto, ha experimentado el cambio a Internet y las redes sociales, junto con el capitalismo y la sociedad de consumo”.
Pregunta. El diccionario de María Moliner define la cartografía como el “arte de trazar mapas o cartas geográficas”. ¿Cómo resumirías la(s) cartografía(s) del deseo amoroso de la generación millennial?
Respuesta. Creo que, en lo que tiene que ver el amor y el deseo, siempre hemos transitado por unos caminos que ya estaban previamente trazados y no se nos ha permitido explorar otras posibilidades. Esto se refleja desde los productos culturales que impactan sobre nosotras desde muy jóvenes hasta cuáles son los referentes más cercanos dentro de los núcleos familiares. Todo sigue el camino de la heterosexualidad como el más hegemónico. Y la generación millenial –aunque es cierto que muchas mujeres, pertenecientes a identidades disidentes, anteriores a nosotras, ya han pensado sobre esto– está experimentando, en esta cuarta ola feminista vinculada al transfeminismo y a lo queer, otras formas de relacionarse y pensar sobre el amor y el deseo. Con esa idea de las cartografías, busco ampliar un camino que hasta ahora ha sido muy estrecho y que siempre nos ha obligado a seguir esa línea recta en una única dirección. Quería poder sumar distintos puntos a este mapa y ampliarlo a nuevas formas de entender el amor, el deseo y, por supuesto, cómo lo experimentamos.
P. Cuando pensamos en un mapa, se nos viene a la cabeza la idea de buscar un tesoro o un destino, por ejemplo. ¿Qué buscabas tú al escribir Cartografías del deseo amoroso?
R. No había pensado en buscar algo concreto. Pero creo que, en realidad, todo este ensayo es una búsqueda. Por entender mejor mi identidad y, al mismo tiempo, contribuir a que muchas mujeres como yo, tanto de nuestra generación como de otras generaciones, podamos entender mejor nuestra forma de relacionarnos con las otras, con nuestros vínculos afectivos, no solo amorosos. Esa búsqueda siempre está ahí. Ahora, con casi 30 años, estoy buscando otras formas de entender el amor.
P. Otras formas de entender el amor que, insistes en tu ensayo, están muy vinculadas al contexto histórico, social y geográfico de cada una de nosotras.
R. Los afectos siempre han estado muy vinculados a las emociones, sobre las que no tienes ningún tipo de poder. El amor se ha considerado como esa cosa irracional sobre la que no tenemos control. Y, para nada. Estudiar los afectos, entre ellos el amor, es entender que somos cuerpos que están en continua relación con otros cuerpos y, al mismo tiempo, con un entorno no solo geográfico o espacial, sino temporal, político, económico. Eso que nos han enseñado que es algo tan subjetivo, en realidad está condicionado por muchísimos factores. No es tanto entender qué es el amor, sino entender cómo estamos afectadas por el amor en un contexto concreto.
P. ¿Hasta qué punto somos herederas de los usos amorosos de la generación de nuestras madres y de nuestras abuelas?
R. Me acuerdo de un taller inspirado en el ensayo de Carmen Martín Gaite, que consistía en que cada una trajera las representaciones culturales del amor con las que había crecido. Una chica llevó una imagen de Crepúsculo y otra de una cruz. Nuestra generación ha convivido en esas dos esferas: relatos mucho más vinculados al mundo capitalista, a la sociedad de consumo; al tiempo que hemos crecido con la culpa de estar socializadas en un entorno muy conservador. Hemos convivido con el auge de la liberación sexual de la mujer, entre comillas, con una herencia súper patriarcal muy vinculada a lo religioso. Siempre ha sido la madre o la puta, siempre ha existido esta dicotomía para las mujeres.

P. Haces un recorrido por cómo hemos socializado marcadas por las películas Disney, revistas como la Super Pop o la Bravo, novelas juveniles o comedias románticas. ¿Ese concepto de amor verdadero ha sido utilizado para justificar unas relaciones de poder patriarcales?
R. De hecho, todos estos productos culturales, entre los que incluyo estas revistas que estaban llenas de test sobre ¿Cómo enamorar a un chico en cinco días?, ¿Cómo saber si le gustas?, ¿Cómo conseguir llamar su atención?, van instaurando en nuestro imaginario esa idea de que nuestra felicidad está supeditada a conseguir que un hombre esté junto a nosotras y que somos válidas en función de si llegamos a conseguir tener una pareja normativa heterosexual. Cuando continuamente estás recibiendo este tipo de impactos, la contrapartida es que si acabas sola no vas a ser feliz, si te engañan tienes que aceptarlo porque la alternativa va a ser peor. No nos enseñan que la pareja heterosexual monógama no debería ser la punta del iceberg, sino que debería ser uno más entre todos los vínculos que establecemos con amistades o familia. Nos hacen creer que salirse de esos compartimentos estancos de la familia nuclear tradicional está inevitablemente vinculado a la infelicidad. Al final, nuestra única alternativa de felicidad es ceñirnos a ese modelo del ángel del hogar, entendido en los parámetros del siglo XXI. De hecho, todos los movimientos reaccionarios que van surgiendo a día de hoy, a modo de tendencias en redes sociales, de alguna forma nos buscan devolver a eso: a romantizar esa vida heterosexual en la que la mujer se queda en casa y el hombre es el proveedor.
P. ¿Tienes la sensación de que a las mujeres y los colectivos disidentes de la generación millennial han estado diciéndonos, desde el inicio de nuestra socialización, cómo debemos comportarnos, incluso en lo relativo a nuestros deseos?
R. Cuando estás continuamente recibiendo estos relatos ideales que perpetúan las comedias románticas, que siempre son heterosexuales, se ve condicionada nuestra forma de entender y vivir los vínculos. Al final, buscamos aquello que conocemos, que es aquello que hemos visto desde jóvenes. El amor tiene más de código simbólico que de vínculo real en nuestra forma de entenderlo. Por eso, cuando hablamos de amor pensamos en esa cita romántica a la luz de las velas, en ese paseo de la mano. Hay toda una serie de códigos que nos hacen aspirar a comportarnos y entablar vínculos de una manera determinada. Y cuando hablamos del deseo sexual, es más de lo mismo. En El derecho al sexo, Amia Srinivasan habla de cómo los millennials o la generación Z aprenden a entablar su sexualidad con el otro a través del porno o de personas cuyo primer contacto con la sexualidad ha sido a través del porno. Así aprendemos cómo se supone que un cuerpo de mujer debe comportarse junto a otro cuerpo en encuentro sexual: gemir, encorvar la espalda o esconder la tripa, para parecer bella, seductora y sexual, de una forma que siempre ha estado construida por la mirada masculina. Aunque todos estos artefactos culturales ejercen una presión muy concreta sobre cómo deben ser nuestros cuerpos, no abordan temas como la masturbación o la menstruación. Los artefactos culturales moldean nuestro propio gusto, aquello que deseamos y aquello en lo que deberíamos aspirar a convertirnos.
P. Con prácticamente referentes únicos de amor, también de felicidad, ¿cómo se narran las disidencias?
R. Tuve muchas conversaciones sobre bisexualidad, ya no solo por la escritura del ensayo, sino por la reescritura de mi propia identidad y de mi forma de entender los vínculos. Todas ellas giraban en torno a la duda, al desconocimiento, al no tener las palabras para nombrar aquello que sentían. Elisa Coll, en Resistencia bisexual, escribe: “Lo que no se piensa, lo que no se concibe, no existe”. Ya no es el hecho de que lo que no se nombra, no existe; sino de ni siquiera saber qué es algo, que se puede concebir. Pienso en todas estas series o películas de nuestra adolescencia. En la mayoría ni siquiera había personajes fuera de la heteronorma. Y cuando empezó a haberlos aparecía la pareja gay en Aquí no hay quien viva o en Física o Química, pero siempre era lo excepcional frente al resto. Pero las opciones son más. Al tener todas estas conversaciones con mujeres bisexuales, me contaban que habían ido descubriendo cosas sobre sí mismas que nunca habían concebido o que no habían visto reflejadas en ningún lado. En estas conversaciones está lo valioso de ver que tu experiencia nuevamente no es personal, sino que hay muchas personas viviendo eso mismo que tú estás viviendo. Y el ponerle palabras y compartirlo con otras es increíble.
P. En este sentido, escribes: “Para que luego digan que el amor no es político”.
R. Siento que ha habido una época en la que al estar mucho más vinculado a la experiencia femenina se ha denostado todo aquello que ha tenido que ver con el amor. Todo viene al final de esa forma dicotómica que hemos naturalizado de ver la sociedad: privado y público; hombre y mujer; heterosexual y homosexual; lo cultural, que pertenece al hombre, y lo natural, a las mujeres, los sentimientos y las emociones, que no se puede controlar y se considera inferior. Decir que el amor y los afectos no provienen simplemente del interior o lo natural, sino que están totalmente en contacto con el mundo en el que vivimos, la forma que tienen de funcionar las sociedades, la política o la economía, es muy revolucionario. Porque el amor no es solo ese “estoy enamorada”, es cómo funciona la forma de organizar las ciudades, las viviendas, los cuidados o la corresponsabilidad a la hora de la crianza. Son cuestiones absolutamente políticas.
P. ¿Con qué herramientas contamos para contraponer las dinámicas del amor romántico y repensar nuestras formas de relacionarnos?
R. Creo que lo primero es adquirir una conciencia feminista interseccional. Que aquellas personas que tienen una conciencia feminista y que sean creadoras, hagan películas y series, y escriban novelas desde otro lugar diferente al que nosotras nos hemos criado para comenzar a establecer vínculos que rompan con las dinámicas que hemos aprendido. Y ya no nosotras, que aun así somos más normativas, sino mujeres racializadas, personas pertenecientes a otras identidades o disidencias sexuales, personas con cuerpos gordos, personas trans o discas. Que empiecen a protagonizar ellas mismas relatos que nos sirvan a las demás para seguir deconstruyéndonos. Y que nosotras –un nosotras muy amplio– ocupemos esos espacios, tengamos una voz y que se nos escuche. Necesitamos crear nuevas referentes y representaciones para que las nuevas generaciones, tanto en redes sociales como en lo cultural, en los medios de comunicación. Y siempre dando lugar a las contradicciones, porque ninguna somos ni feministas perfectas ni aspiramos a serlo.
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