Patricia Reznak, arquitecta y joyera: “No me gustan las palabras ‘lujo’ y ‘empoderamiento’”
Durante mucho tiempo no estaba en sus planes incorporarse a Grassy, el negocio familiar que lleva siendo un emblema de Madrid tres generaciones pero ha revolucionado, junto a sus hermanos, la firma fundada por su abuelo

Para Patricia Reznak (Madrid, 66 años) la arquitectura siempre ha sido importante: no en vano, uno de los edificios más icónicos de la Gran Vía, el Grassy, retratado por Antonio López para la eternidad, lleva el nombre de un negocio fundado por su abuelo, italiano nacido en Argelia y que su padre (checo y nómada por Europa hasta recalar en Madrid) continuó. Ella ahora lo dirige creativamente. Era lo último que se imaginaba cuando se licenció -arquitectura, de nuevo- en aquel Madrid de La Movida en el que absorbió todo el conocimiento que pudo: “Fue una época divertísima. Íbamos muchísimo al Penta porque el bajista de Nacha Pop, Carlos Brooking, era mi primo”. Entonces el negocio familiar no le interesaba pero un buen día a principios de los 2000 le dijo a su padre que quería volcar sus ideas en la división de joyería de un negocio cuya principal fuente de ingresos era la relojería. Hoy, Grassy es un referente de sofisticación y vanguardia con joyas capaces de inspirarse en los elementos del edificio en torno al que gira su saga.
Pregunta. ¿Era un bicho raro en la facultad de arquitectura?
Respuesta. No, porque había mucha mezcla, mucha diversidad. Ya en el Liceo Francés, donde había estudiado de niña, era así. También era una época en la que no decíamos de dónde veníamos cada uno. Había de todo y eso te enriquece muchísimo.
P. Su familia forma parte la campaña de publicidad más perdurable de la historia española. ¿Recuerda ver a Antonio López pintando el cuadro?
R. Perfectamente. Todos recordamos verle desde las seis de la mañana en la isleta, donde había un poste al que tenía atado su caballete, que ya no está. Mi padre iba mucho a hablar con él pero no sé de qué. Mi padre era muy charlatán.
P. ¿No alucinó cuando la vio recular y apostar por su carrera en la joyería?
R. Cuando fui a decirle que quería meterme en el negocio porque me había quedado sin trabajo mi madre me dijo: “¡Uf! Qué rollo. Estarás todo el día colocando flores” pero él se tapó la cara de la emoción. Sin embargo, en la segunda conversación me dijo que me ponía sueldo de aprendiz. Le dije: “Papá. Soy arquitecto. Tengo una formación brutal, no me puedes pagar eso ni de coña”. Los siguientes meses fueron durísimos porque no estábamos de acuerdo en nada. Él siempre estaba muy obsesionado en el ahorro pero había que invertir para mejorar muchas cosas y encima yo había entrado fuerte, con proyectos de colaboración con Anthony Caro o con Blanca Muñoz. Discutíamos a saco. Y un día le dije a mi madre que no estaba segura de seguir porque la relación con mi padre estaba peligrando. Me confesó que él estaba desesperado también.
P. ¿Y qué pasó?
R. Una amiga me dijo: “Siempre que voy a ver a mi padre me tomo un Trankimazin”. Así que esa tarde me tomé uno y le fui a ver. Él estaba también como la seda, no sé qué se tomaría [risas] Y a partir de ahí todo empezó a suavizarse.
P. ¿Usted de carácter es más checa o más madrileña?
R. Yo soy madrileña cien por cien la mayor parte del tiempo, pero a veces me sale la francesa que cultivé en el Liceo. Y cuando estoy de veraneo, me siento muy checa, sobre todo físicamente. Y en mi gusto por el vodka [risas]
P. ¿Siguen pasando el verano en casa de sus abuelos, en Biarritz?
R. Sí. Ha cambiado mucho todo desde que mis padres no están, pero la casa es un sueño. Mi abuelo la compró a un señor casado con una rusa durante la Segunda Guerra Mundial y es un edificio del año 1923. A la vez que Mies Van der Rohe hacía el pabellón de Barcelona, este señor se marcaba esa folie neoalambresco con un un jardín precioso. Los mejores recuerdos son de cuando venía la familia checa de mi padre a disfrutar del mar, porque ellos en su país no tenían.
P. Y cuando está en esas otras identidades, ¿qué es lo que menos le gusta del carácter español?
R. La garrulez.
P. Su padre falleció en 2019. ¿Qué es lo que más echa de menos de él?
R. Todo. Teníamos una relación familiar extraordinaria pero trabajando con él descubrí lo inteligente que era. Tenía mucho sentido del humor y mucho carisma. Con sus buenos clientes de relojería tenía un truco muy gracioso: les iba mostrando las piezas y ponía boca abajo las que no elegían pero cuando se daban la vuelta se las ponía boca arriba y se las acababan llevando.
P. Los adornos históricos del exterior de la tienda están basados en el zodiaco. ¿Cree en el horóscopo?
R. Para nada. No soy nada espiritual, ni he ido al tarotista, aunque a mi hija le encanta.
P. Su hija, por cierto, es pastora trashumante. ¿Le pareció tan bien como a su padre lo suyo cuando se lo comunicó?
R. Absolutamente. La vida de Julia me aporta mucho, me encanta lo rural y el campo.
P. Una vez dijo que había aprendido a pulir diamantes gracias a un sindicato y que son su piedra favorita. Explíquese.
R. Pues lo primero es verdad. Acudí a un taller buenísimo en el edificio de Comisiones Obreras en el Paseo del Prado. Los diamantes me siguen pareciendo las gemas más complejas pero ahora mismo me fascina más la paraiba, con ese color como de piscina de David Hockney.
P. ¿Y a quién no le gustaría nunca ver una pieza suya?
R. Yo odio la palabra lujo y no considero las joyas un símbolo de empoderamiento, esa palabra tan horrible de ahora. Creo que las joyas tienen que formar parte de uno, de la personalidad. Eso es lo que da valor y significado a la joya. No me gustaría que mis piezas se las pusiesen quienes solo quieren ostentar.
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