Cerrar el capítulo etarra
Irastorza es albacea de una banda que lleva cinco años sin actuar y sin intención de regresar

El jefe de Información de la Guardia Civil, el teniente general Pablo Martín Alonso, aseguró en mayo de 2010, tras la detención de Mikel Carrera, que había caído el “último general de ETA”. Los hechos le avalaron, porque a las semanas ETA declaró otra tregua, al poco renunciaba a la extorsión y meses después —el 20 de octubre de 2011— anunció el “cese definitivo” del terrorismo. Conviene recordarlo para saber de lo que hablamos ahora.
Mikel Irastorza —denominado “último jefe de ETA”— es albacea de una banda que lleva cinco años sin actuar y sin intención de regresar. No tiene historial terrorista. Es un mero gestor que han colocado los restos de la banda —cuando se produjo el cese definitivo, en 2011, ya eran menos de 50 militantes— para realizar el desarme de los pocos centenares de fusiles, pistolas y algunos kilos de explosivos, guardados en zulos sellados, que les quedan.
La resistencia de los restos de ETA a desarmarse y disolverse es patética. Han perdido cinco años a la espera de hacerlo con un ministro del Interior, Jorge Fernández, que se ha negado —porque a lo que aspiraba era a escenificar la derrota policial de la banda—, cuando podían hacerlo unilateralmente, supervisados por el Ejecutivo vasco y un organismo internacional predispuesto. En julio, el lehendakari Iñigo Urkullu volvió a ofrecer a los restos de ETA un final sin contrapartidas y ordenado, es decir, con su autodisolución reconocida, igual que el final del terrorismo hace cinco años.
La detención de Irastorza coincide con el relevo en Interior de Fernández por Juan Ignacio Zoido. En estos cinco años, Fernández, que entró en Interior dos meses después del cese definitivo de ETA, rompió la colaboración tradicional entre los Gobiernos central y vasco contra la banda y actuó por su cuenta. Su balance, a los cinco años del cese del terrorismo, es la nada: ETA sigue sin desarmarse ni disolverse y la política de reinserción de los 300 presos etarras en cárceles españolas, impulsada con el Gobierno socialista, está paralizada. Si Fernández hubiera escuchado a Urkullu, un político contundente contra ETA, es muy probable que se hubiese pasado del cese del terrorismo a la autodisolución de una banda derrotada hace cinco años.
Ahora, Mariano Rajoy reclama al PNV su colaboración en su incierta legislatura. Urkullu la condiciona —junto con la política territorial— a un giro drástico en su política ante el final de ETA para abordar coordinadamente el relato del injustificado terrorismo etarra, su desarme y autodisolución y una política penitenciaria acorde a esta etapa sin terrorismo. Consiste en aplicar a los presos etarras la legalidad de los comunes y quitarle su excepcionalidad al desaparecer el terrorismo. Que Zoido sea juez es mejor perfil que el de Fernández para cerrar el capítulo etarra. Pero la clave es Rajoy.
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