La victoria del talante
Margallo corrió el riesgo de asumir como propia una iniciativa de Zapatero

La entrada de España en el Consejo de Seguridad de la ONU es una victoria personal del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, que en el último mes se ha pasado más tiempo en Nueva York que en Madrid y que fue criticado, no sin argumentos, por faltar a la cumbre de la OTAN en Gales para irse a pescar votos en el Pacífico. También lo es de Mariano Rajoy, que acudió a las cumbres de la Unión Africana en Guinea Ecuatorial y de la comunidad del Caribe en Antigua. Y del rey Felipe VI, que asoció su estreno en la escena mundial con la petición del voto para España ante la Asamblea General de Naciones Unidas.
Puestos a buscar padres a esta iniciativa, el primero es el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. Y no sólo porque fue él quien en 2005 presentó la candidatura española al órgano decisorio de la ONU. Es cierto que entonces aún no se había presentado Turquía y parecía que España y Nueva Zelanda se repartirían amistosamente los dos puestos del bloque occidental en el bienio 2015-16.
El mayor acierto de Margallo fue tomar el testigo y asumir un objetivo cuanto menos incierto, con un alto riesgo de fracaso. Más allá de la retórica, la política exterior se presentaba así como una verdadera política de Estado, en la que cada Gobierno toma el testigo de su antecesor y no se dedica a deshacer lo que este ha hecho, solo porque no coincida con su color político.
No solo eso. Con un presupuesto mermado por el ajuste y sin dinero para comprar voluntades, el Gobierno del PP no tuvo empacho en capitalizar las iniciativas de la etapa de Zapatero: de la Alianza de Civilizaciones al Fondo del Agua o las políticas de igualdad de género. La apuesta por el multilateralismo, caricaturizada en otros tiempos como buenismo.
La victoria de España, y también de Nueva Zelanda, demuestra que en la ONU importa más tener pocos enemigos que muchos amigos. Frente a Turquía, que con su agresiva política exterior se ha granjeado la animadversión de muchos en los últimos años, España se ha presentado como un país sin querellas con nadie. Incluso el contencioso de Gibraltar se ha aparcado temporalmente. Y es que uno no va al Consejo de Seguridad a plantear sus propios problemas, sino a solucionar los de los demás.
Ahora bien, sentarse en el más importante foro de la gobernanza global tiene sus inconvenientes. España ya no podrá mantener la indefinición ante cuestiones espinosas y quedar bien con todos. Tendrá que mojarse en asuntos como el conflicto de Oriente Próximo, Ucrania, Irán o la lucha contra el yihadismo. A mayor peso, mayor responsabilidad. Y parte de esa responsabilidad corresponderá asumirla al Gobierno que salga de las elecciones de 2015. Porque la política exterior es una carrera de relevos en la que frutos y fracasos se cosechan a largo plazo.
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