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La infancia perdida en el bosque de los niños soldado: “Cada jefe del grupo armado tenía sus chicas”

Unicef calcula que desde 2013 se ha reintegrado a unos 19.000 menores asociados a grupos armados en República Centroafricana. Miles más siguen esperando a salir. Esta es su historia contada por ellos mismos

Republica Centroafricana bosque de los niños soldado

Nadine, de 19 años, tenía 15 años cuando los rebeldes se la llevaron. Lo cuenta, ya en libertad, sentada en la puerta de su casa de adobe en la aldea de Ndow-Kota, en República Centroafricana, mientras amamanta a su bebé de un año, un hijo concebido dentro del grupo armado. Una mañana de 2021, cuando se dirigía a vender yuca a uno de los yacimientos de minería artesanal de la zona, fue detenida por los milicianos Anti-Balaka. Golpearon al hombre que la llevaba en moto, lo ataron y lo abandonaron en la cuneta. A ella la arrastraron al bosque. “Allí me violaron. Era la primera vez que yo tenía relaciones con hombres. Eran cinco y abusaron de mí”, relata con voz firme. A su lado, su padre, Marc Mapouka, un hombre viudo de 67 años, la mira y recuerda la impotencia que sintió ese día cuando las noticias del secuestro llegaron al pueblo. También cómo pensó durante años que había perdido a su hija para siempre.

Miles de menores como Nadine han sido arrebatados durante estos años de sus comunidades por los numerosos grupos armados que competían por el control del territorio en República Centroafricana. Forzados a internarse en el bosque, eran obligados a desempeñar roles de combatientes, mensajeros o esclavos. En sus aldeas se organizaron funerales sin cuerpos. Se lloraron sus muertes. Se pensó que nunca más regresarían.

Un reclutamiento que sigue produciéndose hoy en día, tras más de dos décadas y cierta estabilidad en el centro y noroeste del país gracias a los nuevos avances en el proceso de paz. En las zonas fronterizas del sureste y noreste la situación sigue siendo compleja, a medida que se intensifica la propagación del conflicto en Sudán. “Los niños continúan siendo reclutados y utilizados. Son secuestrados por elementos armados, movilizados al ver las fuerzas armadas como una oportunidad de empleo y forzados a ser reclutados nuevamente porque los grupos armados conocen donde viven. Vienen y se los llevan otra vez”, enfatiza Nahla Khiery, especialista en Protección Infantil de Unicef en el país.

Los jóvenes que han logrado regresar arrastran las huellas de lo vivido en esos años. En noviembre, EL PAÍS habló con seis de ellos. Tienen un nombre, aunque se haya cambiado en este reportaje para proteger su identidad: Nadine, Mahamat, Emmanuel, Phillipe, Georgine y Hadija. También tienen familias que cargan, muchas veces en silencio, con el trauma de lo que vivieron sus hijos. E historias que se repiten y resuenan en las de los chicos y chicas que aún hoy permanecen dentro de los grupos armados.

Unicef calcula que desde 2013, año en el que la coalición rebelde Seleka dio un golpe de Estado en el país, se ha reintegrado a unos 19.000 menores. Para finales de 2025, estima que alrededor de 2.000 niños más serán identificados como asociados a grupos armados, tras los cinco acuerdos de paz firmados este año entre el Gobierno centroafricano y diferentes facciones armadas. Entre ellas, dos de las más activas del país: la Unión por la Paz en Centroáfrica (UPC) y el grupo Retorno, Reclamación y Rehabilitación (3R). El último acuerdo se alcanzó a finales de noviembre con el Movimiento Patriótico Centroafricano (MPC).

“Estamos negociando con los grupos armados las listas [de menores dentro de sus filas]. Hemos recibido una de casi 300 niños y esperamos más de los [grupos] que firmaron a finales de octubre y en noviembre”, explica Khiery. Sin embargo, advierte de que esa cifra de 2.000 niños es “un número muy conservador comparado con la realidad”, tan solo la punta del iceberg de un problema mucho mayor y difícilmente cuantificable.

I. El reclutamiento

“Me uní para vengarme”

En la aldea de Ndow-Kota, a dos horas y media en coche de Bossangoa, vive Mahamat, un muchacho delgado de 19 años, que lleva un metro rosa colgado del cuello como si fuera un amuleto y una camisa azul estampada. Habla en voz baja mientras su madre, Germaine Doungou, lo observa sin separarse de él, sentada en una silla trenzada, prácticamente el único mueble de una casa de adobe decorada con un crucifijo de madera, una calavera de animal y un reloj. La mujer, viuda de 57 años y madre de 10 hijos, le susurra palabras en sango, el idioma nacional, para darle ánimos.

Mahamat cuenta que tras la muerte de su padre empezó a ayudarla a vender aguardiente en las minas artesanales de la zona. Tenía 14 años. Allí tuvo contacto por primera vez con los combatientes rebeldes. “[En 2020] Me forzaron a entrar. Yo era débil, no podía resistirme”, explica. Ese fue el comienzo de un cautiverio que duró casi tres años, hasta que escapó en 2023. También en las minas raptaron por la fuerza a Hadija, de 18 años. Como Nadine, había ido a vender comida, en su caso buñuelos dulces, a los mineros durante las vacaciones escolares. Tenía 14 años y pasó algo más de tres años con los Anti-Balaka.

El patrón no siempre es el mismo, a veces se disfraza de voluntario. A siete horas en coche de allí, en Markounda, una humilde localidad situada a apenas tres kilómetros de la frontera con Chad, Emmanuel, hoy de 23 años, relata cómo en 2013 decidió alistarse con los rebeldes Anti-Balaka. Un año antes, el grupo armado Révolution Justice (RJ) había matado a su tío y secuestrado a uno de sus hermanos. “Me uní para vengarme”, susurra, sentado bajo un techado de paja junto a su casa. Sus respuestas son cortas, con pocos detalles. “El jefe nos dio instrucciones de no contarle a nadie la realidad del grupo armado, por lo que tengo que respetarlo”, desliza hacia el final de la conversación.

El jefe nos dio instrucciones de no contarle a nadie la realidad del grupo armado, por lo que tengo que respetarlo
Emmanuel, joven que perteneció a un grupo armado

Phillipe, de 18 años y también vecino de Markounda, entró al grupo armado por la fuerza con 14 años, después de que los rebeldes de Révolution Justice (RJ) asaltaran la ciudad. “Llegaron un día, alrededor de las cinco de la tarde y empezaron a disparar. Estaba en casa con mi familia y huimos en cuanto escuchamos los tiros”, recuerda. Se escondió acostado bajo un árbol para intentar pasar desapercibido. “Uno de ellos me tomó como rehén y me llevó al bosque”.

Mientras estos jóvenes narran el miedo y los abusos vividos en esos años, otra voz recuerda en Markounda cómo funcionaban los grupos armados desde la perspectiva de quienes los lideraban. El General Abdelgadir Hassan, del MPC, habla con calma en un bar donde la cerveza ya corre con alegría a las nueve de la mañana. Una pistola reposa sobre su rodilla izquierda. El alto mando del MPC, uno de los grupos que se adhirió al acuerdo de paz hace apenas una semana, asegura que el reclutamiento de niños no es legal y que su grupo no lo practica.

Mantiene que los menores que permanecen dentro de las facciones armadas lo hacen por decisión propia, aunque reconoce que muchos han sido marcados por la tragedia y buscan venganza por la pérdida de sus familiares. Argumenta que, durante la guerra, muchos niños de 14 años querían empuñar un arma y vengar a sus padres. “Ahora estamos en una era de paz”, añade. “En caso de que haya algún niño entre nosotros, vamos a entregar la lista”.

Comparte también su propia historia. Él mismo fue un niño soldado en 2002, cuando se unió con 17 años a los rebeldes que derrocaron al presidente Ange-Félix Patassé un año después. “Entonces Unicef no vino a solicitar que se entregara a los niños. Por eso permanecimos en el grupo, pero no éramos reclutados oficialmente”, dice. Estuvo en un campamento militar hasta cumplir la mayoría de edad, cuando recibió entrenamiento oficial y ascendió en las Fuerzas Armadas de la República Centroafricana (FACA), para luego volver a la clandestinidad.

No hay ningún niño que esté en un entorno normal, con acceso a educación y medios de vida que prefiera unirse a un grupo armado
Nahla Khiery, especialista en Protección Infantil de Unicef en República Centroafricana

“Se dice que algunos niños se unen voluntariamente y otros son forzados a hacerlo. En la República Centroafricana, teniendo en cuenta el contexto del país, todos los niños son forzados a ser reclutados”, afirma tajante Khiery. “No hay ningún niño que esté en un entorno normal, con acceso a educación y medios de vida que prefiera unirse a un grupo armado. Incluso [eso sucede] cuando los miembros de tu familia son asesinados y te unes para obtener venganza”, añade la experta.

República Centroafricana, que el próximo 28 de diciembre celebra elecciones presidenciales, legislativas y locales, ocupa el puesto 191 en la clasificación del Índice de Desarrollo Humano (IDH), solo por delante de Somalia y Sudán del Sur. Según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA, por sus siglas en inglés), 2,4 millones de personas de un total estimado de 6,4 millones se consideran extremadamente vulnerables. La esperanza de vida apenas alcanzaba los 57,3 años en 2023 y la desnutrición crónica golpea al 38% de los menores de cinco años. Además, solo un tercio de los niños asiste a la escuela con regularidad.

II. El bosque

“Tenía 10 años y me encargaba de lavar ropa, ir a por agua, preparar la comida”

Los años “en el bosque”, así llaman estos jóvenes al tiempo que pasaron dentro de los grupos armados, se viven entre el miedo, la incertidumbre, la añoranza de la vida que dejaron atrás y la esperanza por escapar. Mahamat empezó a trabajar como empleado doméstico del jefe de los rebeldes: hacía la colada, cocinaba para los soldados, recolectaba tubérculos salvajes en la selva o iba a buscar drogas. Si se retrasaba o no hacía las cosas bien, le castigaban con latigazos. “Nos mandaban a mí y a otros menores a [trabajar] a las canteras artesanales, era muy duro y para eso me drogaban”, recuerda. Pasaba las horas agachado a pleno sol mientras removía la arena para intentar encontrar oro. La droga, explica, le daba mucha resistencia, pero también le “enfadaba mucho”.

La República Centroafricana es uno de los países más pobres del mundo, pese a estar preñado de recursos. Según el Banco Mundial, cuenta con más de 470 sitios mineros que extraen oro, diamantes y petróleo. “La mayoría están controlados por grupos armados y fuerzas armadas. Aunque varios grupos firmaron el acuerdo de paz, “hay muchos cuyo objetivo está impulsado por el beneficio económico. Y estas [minas] son su principal fuente de ingreso”, señala la especialista en protección infantil. Advierte que “los niños seguirán siendo utilizados allí porque son altamente vulnerables” y que continuarán siendo reclutados por grupos “que no tienen ideología política, solo les impulsa la necesidad de obtener ganancias”.

¿Qué es lo que más temía Mahamat? “Lo que más miedo me daba eran las armas. Me obligaron a llevarlas”, susurra tras unos segundos. ¿Y lo que más echaba de menos? “La vida del pueblo, la escuela. Ir al mercado a vender con mis amigos”, suspira.

En los tres años que Hadija pasó en la espesura, tuvo que cocinar, lavar la ropa y hacer trabajos domésticos. “Había otras chicas como yo, muchas niñas y mucha vigilancia. Cada jefe del grupo armado tenía sus chicas y les prohibían ir a hablar con las otras”.

— ¿Qué recuerdas de esos años?

Se hace un silencio. La joven mira hacia otro lado, tarda en contestar. “Lo que más miedo nos daba era cuando estábamos en el campo, a unos pocos kilómetros de aquí, y alguien nos avisaba de que los militares estaban en el camino”, relata. Hadija recuerda huir de un lado a otro, sin descansar, para evitar que los atacaran. “Me daban miedo las detonaciones de armas”, continúa. “Si se acercaba un enfrentamiento, la regla era coger a las chicas y llevarlas a otra parte. También a los niños que no podían llevar armas. A los que les veían cualidades recibían entrenamiento militar”.

Había otras chicas como yo, muchas niñas y mucha vigilancia. Cada jefe del grupo armado tenía sus chicas y les prohibían ir a hablar con las otras
Hadija, joven anteriormente asociada a un grupo armado

Las niñas y adolescentes dentro de los grupos armados no solo se utilizan como criadas, combatientes o mensajeras. También están mucho más expuestas a ser víctimas de esclavitud sexual o a acabar convertidas en “esposas forzadas”. Esto no siempre lo cuentan cuando vuelven a casa, pero se intuye en los silencios, en embarazos como el de Nadine y en los bebés que muchas traen a su regreso. Georgine, de 15 años y de Markounda, se unió al grupo armado con 10 años. Lo primero que afirma con voz suave, pero firme, es que no sufrió violencia sexual. “No la conocí porque era menor. Me encargaba de lavar ropa, ir a por agua, preparar la comida”, explica esta adolescente, que se refugia bajo la sombra ligera de un techo de paja. Su hermano mayor, que también fue reclutado, continúa desaparecido. “Todavía tengo algo de esperanza de volverlo a ver”, dice su padre, Service Valery, de 45 años y catequista en Markounda.

Khiery, de Unicef, cuenta que en una de las aldeas donde trabajan han logrado reintegrar a 17 niñas. Doce de ellas ya son madres. Cinco dieron a luz después de regresar y las otras siete en el bosque. “Eso significa que muchas niñas podrían haber muerto mientras estaban allí y no se ha sabido nada”, añade. República Centroafricana es uno de los países con la tasa de mortalidad materna más alta del mundo, con 829 muertes por cada 100.000 nacidos vivos en 2023 y donde menos de la mitad de los partos son atendidos por personal especializado.

III. La huida

“Teníamos miedo de volver”

El año pasado Nadine se plantó. Un día, los rebeldes asesinaron a tres chicos de la aldea delante de sus ojos. Habían salido a cazar, pero para los combatientes cualquier hombre con un arma era un posible enemigo. “Me mandaron a lavar la ropa al río, vi la oportunidad y escapé. Fue difícil porque estaba al comienzo del embarazo y tardé cuatro días en encontrar ayuda para volver”, recuerda mientras acuna a su hijo. Caminó por el bosque, durmió donde pudo y bebió agua de los ríos, hasta que se cruzó con un grupo de agricultores que la ayudó a volver a casa.

Mahamat también huyó. En 2023 aprovechó el encargo de un jefe y escapó con varios muchachos. “Teníamos miedo de volver; habían pasado casi cuatro años y no sabíamos cómo nos recibirían”, dice. Su madre recuerda a su lado el dolor de esos años sin noticias y el funeral que celebraron en el pueblo cuando creían que había muerto.

Unos se escapan y otros se acogen a los procesos de DDR (Desarme, Desmovilización y Reintegración) para salir del grupo armado. Es el caso de Jospin, nieto de Sembé Bensaint, un zapatero de 59 años de Bossangoa. Mientras entrelaza unas tiras de cuero que pronto serán unas sandalias, Sembé relata con orgullo que su nieto vive ahora en Bangui, la capital, donde estudia mecánica del automóvil. En 2024 se desmovilizó tras varios años dentro de la Coalición de Patriotas por el Cambio (CPC). No todos los niños se van por iniciativa propia ni en los procesos de DDR. Algunos son expulsados por los mismos grupos armados, que no quieren ser vistos reclutando menores.

IV. Volver a casa

“Tenía muchas ganas de hacer vida normal. Por desgracia, había gente que no me miraba bien”

Una vez que están fuera, ya sea porque han escapado o han sido liberados, se les identifica y verifica su historia. Ahí comienza el proceso de reintegración. Durante años, la verificación del reclutamiento infantil ha sido extremadamente difícil. El conflicto activo y la falta de acceso en un país de más de 600.000 kilómetros cuadrados salpicado de aldeas remotas y caminos imposibles dejaron innumerables historias sin registrar. Los grupos armados entregan listas donde solo figuran niños; las niñas, consideradas “esposas” o sirvientas, quedan ocultas. En una reciente con 24 menores, apenas tres eran niñas, señalan desde Unicef. La proliferación de subgrupos que desobedecen los acuerdos centrales hace aún más opaca la realidad. Y, en medio de una pobreza feroz, muchos menores permanecen en las filas armadas porque es la única forma de sobrevivir.

El miedo a ser reclutados de nuevo

Nahla Khiery, especialista en Protección Infantil de Unicef en República Centroafricana, recuerda el caso de un adolescente de 14 años en Alindao, en la prefectura de Basse-Kotto, que ejemplifica hasta qué punto los grupos armados forman parte de la comunidad. "El chico nos dijo: 'Estoy contento de haber conseguido escapar y de que ahora me estén ayudando, pero tengo miedo, ya que el grupo armado sabe dónde está mi casa y pueden venir a buscarme cuando quiera", explica la experta.

El estigma es uno de los primeros desafíos. “Los grupos armados llevan a cabo prácticas que no se ajustan a las normas de la sociedad. Si un niño ha estado en ese entorno y regresa, la población piensa que ha participado en esas prácticas o que está ‘manchado’ moral o socialmente”, explica por teléfono el doctor Caleb Ketté, uno de los dos únicos psiquiatras que hay en República Centroafricana y el coordinador del Programa Nacional de Salud Mental y Lucha contra las Adicciones.

“Cuando volví, tras el proceso de desarme en 2024, tenía muchas ganas de hacer vida normal, de volverme a mezclar con mis amigos y la gente del pueblo. Por desgracia, había gente que no me miraba bien, que me tenía desconfianza”, rememora Hadija con ligera amargura. “Había personas que me miraban con desconfianza. Les dije: me llamo Emmanuel, pero ya no soy Emmanuel ‘el rebelde’. Soy el de antes, vuestro amigo, vuestro vecino”, cuenta.

La mayoría de los niños tienen mucho miedo y ‘reviven’ lo que pasaron. Muchos son muy obstinados y reactivos a los ruidos o a cualquier persona que ejerza autoridad. Están muy alerta
Wilson-Merci Bandassi, psicólogo clínico

Según una encuesta de U‑Report sobre la percepción comunitaria hacia los niños que abandonaron grupos armados, de 3.158 personas, un 34% respondió que sí se les trata bien, un 33% dijo que no y otro 33% “no lo sabe”. Entre quienes contestaron “no” (909 personas), el 56% dijo que se les percibe como bandidos o rebeldes, el 21% que les tienen miedo y el 6% que consideraban a las niñas como prostitutas.

Además de al rechazo de la comunidad, se enfrentan a las consecuencias para su salud mental de lo vivido en el bosque. “La mayoría de los niños tienen mucho miedo y ‘reviven’ lo que pasaron. Muchos son muy obstinados y reactivos a los ruidos o a cualquier persona que ejerza autoridad. Están muy alerta”, explica el psicólogo clínico Wilson-Merci Bandassi Mbolifouhefele.

En este punto de la conversación, los silencios de estos chicos y chicas se hacen más densos. Las miradas se van al suelo. Las palabras tardan en salir y, cuando lo hacen, muchas veces es para decir lo mismo: no quiero recordar, quiero olvidar lo que pasó allí. Este silencio también obedece a un mandato del grupo armado. “Los soldados nos prohibieron hablar de lo que vivimos en el bosque”, recuerda Phillipe. A veces infringe esa norma y lo comparte con sus amigos. “Entonces, me siento libre”, susurra.

República Centroafricana es un país donde el sistema sanitario es extremadamente frágil y la salud mental “un problema grave de salud pública” para el que “no hay suficientes recursos”, dice el doctor Ketté. Se necesitan, sobre todo, para fortalecer las capacidades del personal en todo el país, ya que la mayoría de casos ocurren en las provincias, explica. “La salud mental y el apoyo psicosocial en República Centroafricana se sienten casi como un lujo, porque hay una privación severa de las necesidades más básicas, y la vida es extremadamente dolorosa”, añade la experta de Unicef.

"Dejo la justicia en manos de Dios"

Joachim-Henri Miabe, padre de Phillipe (nombre ficticio), se enjuga las lágrimas en la camiseta roja mientras recuerda los años en los que su hijo estuvo secuestrado dentro del grupo armado, donde no comía ni podía dormir. Este maestro de 57 años, cuyo primogénito fue asesinado por los rebeldes, explica que no tiene los medios para perseguirlos. "Ellos mataron a mi hijo y secuestraron a otro. Dejo la justicia en manos de Dios. Aunque algún día me dijeran quién mató a mi hijo y quién se llevó al otro, yo no tengo ni los medios ni la fuerza para enfrentarme a esos hombres", mantiene.

El trauma de los secuestros y de los años en los grupos armados no solo afecta a los hijos, sino que permea en sus familias. También el recuerdo de aquellos que no volvieron y la sensación de injusticia en unas comunidades donde víctimas y perpetradores viven muy cerca.

En Ndow-Kota, un hombre de rostro surcado por líneas profundas y mirada serena se acerca a los periodistas. Viste una camisa clara de cuadros que contrasta con el rojo del polo que asoma por debajo. En el bolsillo, un pequeño distintivo lo identifica como chef de village (jefe del pueblo). Es Jean de Dieu Gamba, de 57 años y padre de 13 hijos. Él también tiene algo que contar.

Sentado bajo un árbol, retrocede hasta el día de 2020 en que envió a una de sus hijas a vender a la cantera minera. Como tantas otras, no regresó. Pero esta vez la historia tomaría otro rumbo: Gamba logró rescatarla. Descubrió que seguía con vida y pudo mandarle un mensaje diciéndole que, si podía, escapase. Que le dijese dónde estaba y que él mandaría una persona en moto a buscarla. “Tuve mucha suerte, ella logró huir”.

El grupo armado, explica mientras alza la voz, intentó vengarse secuestrando a otro de sus hijos. “Mi hijo fue con sus amigos a buscar oro y el grupo armado se los llevó. ‘Este es el hijo del jefe que no quiere la rebelión y vamos a demostrarle quiénes somos’, dijeron. Cogieron a los cuatro chicos (tres sobrinos y un hijo) y los ejecutaron”, relata. “Encontramos los cuerpos en el bosque después de cinco días. Estaban medio descompuestos; los enterramos allí mismo. Los mataron como represalia”.

El jefe del pueblo asegura que quien ordenó la ejecución, un líder Anti-Balaka, es ahora comerciante en Bossangoa. “Fui a verle y le dije: ‘No soy un rebelde, ni un soldado, soy un agricultor y no tengo culpa de nada. ¿Por qué has matado a mis hijos?’. Él se excusó diciendo que en realidad no fue él”. Gamba, resignado, afirma que ya no espera nada: confía todo a Dios. “Nuestros hijos entraron en los grupos armados por la pobreza; no les quedaba más remedio que ir a las minas a vender. Y allí te secuestran y obligan a ser rebelde. Hoy, gracias a esta formación [en costura], estos chicos están aquí en el pueblo”, añade.

La educación es uno los pilares de la reintegración. “La mayoría de los niños que han estado con los rebeldes, si no se les da ocupación o formación podrían sentirse tentados a volver al grupo, porque allí tenían dinero o podían obtenerlo por la fuerza. Necesitamos desarrollar una formación que les dé empleo y permita vivir de forma pacífica”, explica el psicólogo.

A veces, como en el caso de Mahamat o Hadija, es un curso de costura, impartido con el apoyo de Cáritas, una de las ONG que trabaja con Unicef, lo que les permite empezar a sanar. “Cuando estoy trabajando estoy contenta y no recuerdo lo que pasó”, explica Hadija. “La formación que me dieron fue de cuatro meses, pero me gustaría seguir aprendiendo”, añade. Emmanuel se lamenta: “Mi familia es pobre y tengo miedo de que un día pueda tener que interrumpir los estudios y no llegar a donde quiero”.

V. El futuro

“Cuando estaba allá era como un esclavo. Ahora que salí, soy libre”

El proceso de reintegración en República Centroafricana dura seis meses. “Pero si hablas con las familias y los propios niños, te dirán que no es suficiente”, reconoce Khiery. “Para mí, no lo es en absoluto. Para que un niño pase por un proceso real de sanación y pueda desprenderse de lo que vivió, necesita más de un año. Especialmente si es una niña y llega con responsabilidades de cuidado de un bebé, lo que se suma al trauma y al estigma que ya carga”, añade.

A este tiempo limitado se añade también el impacto de los recientes recortes de financiación a la ayuda humanitaria, que se ha traducido en menos recursos para las organizaciones que trabajan con estos menores.

En medio de la escasez de fondos, la incertidumbre, los recuerdos y los silencios, la voz de Phillipe se alza esperanzada. “Cuando estaba allá era como un esclavo. Ahora que salí, soy libre. Libre de ir al colegio, de jugar, de hacer todo lo que quiero”. Y repite, casi como un deseo, las seis palabras que podrían dibujarle otro futuro: “Solo quiero ir a la escuela”.

Sobre la firma

Silvia Laboreo Longás
Redactora de Planeta Futuro tras pasar por el equipo de Redes Sociales. Antes, formó parte del departamento de vídeo de Domestika, fue redactora en la revista PlayGround y también trabajó en comunicación. De Zaragoza, estudió periodismo en la Universidad de Zaragoza.
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