La ciencia, una víctima más en la guerra que desangra República Democrática del Congo
A la carencia histórica de infraestructuras científicas y de personal formado, se suma otro problema: el conflicto armado crónico que sacude la región oriental del país

La cuenca del Congo es uno de los últimos pulmones verdes del planeta. Allí se encuentra la segunda mayor selva tropical del mundo, un corredor verde que solo es superado por la Amazonia y que, sin embargo, permanece mucho menos estudiado y, probablemente, igual de amenazado. En el conjunto de países que comparten esta vasta región, la República Democrática del Congo (RDC) alberga el 60%. Una riqueza biológica excepcional que sostiene a miles de comunidades locales y que, a la vez, sufre un proceso silencioso de degradación y fragmentación.
Como ya han señalado distintos investigadores la RDC, al igual que otros muchos países africanos, arrastra una carencia histórica de infraestructuras científicas y de personal formado localmente. Esa ausencia limita las posibilidades de conservación de la inmensa riqueza que atesora el país, a la vez que perpetúa una profunda desigualdad en quién produce el conocimiento y desde dónde se toman las decisiones sobre biodiversidad.
A este déficit estructural se suma otro factor: el conflicto armado crónico que sacude la región oriental del país. Descrito como una “guerra por los recursos”, su origen es mucho más complejo. La violencia que hoy vive el este de la RDC —el conflicto armado más mortífero desde la Segunda Guerra Mundial— es el resultado de un entramado histórico y político que involucra dinámicas locales, regionales e internacionales, que no muestra signos de remitir después de décadas.
La RDC, al igual que otros muchos países africanos, arrastra una carencia histórica de infraestructuras científicas y de personal formado localmente
Ese círculo de inseguridad, pobreza extrema y desplazamientos masivos tiene un impacto directo sobre la biodiversidad del país. Millones de personas se ven obligadas a huir, incrementando la presión sobre los bosques. La gente necesita madera— o carbón vegetal— para cocinar, construir refugios y sobrevivir. Necesita carne para alimentar a sus familias en un país donde la ganadería es prácticamente inexistente. Así, la deforestación para producir carbón vegetal y la caza de animales silvestres, incluidas especies en peligro crítico como bonobos y chimpancés, se han intensificado a la vez que escala el conflicto. A estas presiones se suma el tráfico ilegal de especies como el loro gris africano, protegido internacionalmente desde 2017 pero todavía capturado y vendido en mercados clandestinos. Es una espiral donde la crisis humanitaria alimenta la crisis ecológica, e incrementando el riesgo de aparición de enfermedades emergentes a nivel mundial, como la reciente epidemia de mpox en la región declarada emergencia sanitaria internacional por la OMS en agosto de 2024.
Cuando la revista Science publicó su llamamiento urgente a formar científicos en la RDC, nosotros nos encontrábamos precisamente en el terreno, en una expedición en la región oriental del país. Era parte de un convenio de cinco años entre instituciones congoleñas y españolas. Sabíamos que trabajábamos en zonas prácticamente inexploradas. La ausencia casi absoluta de registros en plataformas globales como eBird o iNaturalist ya lo sugería.
La expedición lo confirmó: hallamos decenas de especies de aves nuevas para el país o localizadas muy lejos de las áreas de distribución conocidas. Pero más allá de estos hallazgos, lo que nos golpeó fue la magnitud real del impacto de la extracción de carbón vegetal y la caza de fauna silvestre. Estas actividades se convierten en una amenaza existencial cuando los conflictos empujan a cientos de miles de personas a desplazarse y depender de los recursos de la selva para sobrevivir. Todo ello ocurre en un país de 109 millones de habitantes, donde la electricidad no llega a la mayor parte de la población. Sin energía, la selva es literalmente el combustible del día a día. Y sin alternativas a la proteína animal, la fauna silvestre se convierte en un recurso alimenticio de primera necesidad.
La ciencia no puede florecer donde reina el miedo. Y sin ciencia, la selva del Congo no tiene futuro
Cuando regresamos de esa expedición, la situación se agravó. En enero de 2025, las milicias del M23 tomaron el área del Centro de Investigación de Ciencias Naturales (CRSN, por sus siglas en inglés) de Lwiro, cerca de Bukavu. Investigadores, técnicos y estudiantes se vieron obligados a huir. Los proyectos en marcha, con el acompañamiento de la Estación Biológica de Doñana y el financiamiento de la Fundación Psittacus, quedaron paralizados. Y con ellos, años de colaboración y esfuerzos por consolidar una capacidad científica local que es absolutamente indispensable.
En este contexto, Europa ha dado los primeros pasos. Programas como la convocatoria SAFE del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en el marco de la Unión Europea, buscan integrar temporalmente a científicos procedentes de zonas en conflicto. Pero su alcance es todavía limitado. El CRSN de Lwiro, por ejemplo, quedó excluido por no contar entonces con doctores en plantilla. Necesitamos programas más amplios, mejor financiados y, sobre todo, capaces de fortalecer las instituciones sobre el terreno en todas las etapas de la carrera investigadora.
Mientras escribimos estas líneas, la realidad en el centro de investigación de Lwiro sigue atronando como los morteros en la línea de frente. El mismo día en que se publicaba nuestra carta en Nature Sustainability, alertando de esta situación, combatientes del M23 irrumpían en el centro, robando todos los vehículos y obligando al personal a refugiarse en los laboratorios con el temor de que también se llevaran las placas solares y generadores que tanto ha costado conseguir. La ciencia no puede florecer donde reina el miedo. Y sin ciencia, la selva del Congo no tiene futuro.
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