El duelo imposible del sur de Líbano: “La gente no cree que la guerra con Israel haya terminado”
Seis meses después de la entrada en vigor del alto el fuego, los pueblos se reconstruyen, pero el trauma sigue vivo y la tensión y violencia con las tropas del país vecino marcan las vidas de sus habitantes

Hace apenas unos días que empezaron a ser retirados los escombros del que fue hogar de Aya y su familia durante una década. “Aquí entré vestida de novia, me gradué y di a luz a mis dos hijos. Ver la excavadora ahora es como si estuvieran destruyendo mi casa de nuevo, esta vez delante de mis ojos”, sostiene esta mujer, que prefiere no dar su apellido, en el salón de un piso que alquila en la ciudad de Tiro, en el sur de Líbano. Sobre una mesa apila los objetos desconchados que pudo recuperar entre el hormigón de las paredes rotas: una ecografía, fotos, notas en las que escribía recordatorios y algunos muñecos. “Hemos comprado otros, pero los niños siguen queriendo jugar con los de antes”, sonríe.
La guerra en el Líbano enfrentó al partido-milicia chií Hezbolá contra Israel en un conflicto paralelo al de Gaza, que forzó el desplazamiento de más de un millón de personas y la muerte de 4.000. Las zonas más golpeadas fueron las de mayor apoyo a la milicia, especialmente el sur, y, pese a la retirada de tropas de Israel de los pueblos fronterizos que invadió, todavía mantiene hasta cinco puntos de observación dentro de territorio libanés (y los ataques siguen siendo casi diarios). Cuando se cumplen seis meses de la entrada en vigor del alto al fuego, el sur del país se reconstruye arrastrando las heridas del trauma y la pérdida en una región fronteriza que poco sabe de paz.
Aya tuvo que echar a correr cuando las bombas rodearon su casa. Encontró refugio en una mezquita en Sidón, a unos 40 kilómetros al sur de Beirut, y junto a su familia regresó tan pronto como se anunció la tregua para encontrar su edificio en ruinas. “Israel ha venido a nuestra casa y ha hecho ‘boom boom’”, Aya se sorprendió con las palabras de su hijo Yussuf, de apenas tres años. Al mayor, Ali, de ocho, todavía le asustan los ruidos fuertes, tiene miedo de que vuelvan las explosiones y sus notas en el colegio han bajado drásticamente. “Estamos viviendo en un sueño. Lo teníamos todo, nos fuimos de aquí y cuando volvimos ya no había nada”, le dice a su madre, quien lamenta no haber podido proteger a sus hijos lo que ella ya vivió de niña en la guerra de 2006, entre los mismos bandos.
Líbano es un país acostumbrado a ciclos de conflicto: desde los 15 años de guerra civil que terminó en 1990, a los enfrentamientos entre Israel y Hezbolá. Las secuelas psicológicas se heredan de generación en generación, formando parte de una memoria colectiva acostumbrada a lidiar con los efectos del estrés postraumático, la depresión o la ansiedad.
Sin apenas recursos, la gente está reconstruyendo. Esta vez despacio, porque no se creen que la guerra haya terminadoRamzi Najdi, agricultor
La religión y los lazos comunitarios generan una importante red de apoyo para procesar la muerte de familiares y la pérdida material, pero la terapia sigue sin ser común en el Líbano, explica la psicóloga Jessica Talhame, investigadora psicoanalítica. “El riesgo de reprimir emociones es que se almacenen en nuestro cuerpo y salgan en forma de problemas estomacales, de diabetes…”, continúa la experta. A la guerra se suman las crisis sociales y políticas que arrasan el Líbano desde 2019, lo que ha hecho que el país haya sido recientemente calificado como uno de los “más enfadados” del mundo. Dos tercios de su población está diagnosticada con algún tipo de trastorno mental y un quinto con depresión.
Un hogar y campos de olivos
La entrada a Tiro, desierta durante los meses de septiembre y noviembre de 2023 por el recrudecimiento de la guerra, vuelve a estar poblada de puestos de los plátanos, sandías y aguacates que crecen en campos de cultivo que se extienden hasta el mar. En el interior de los edificios atacados, abundantes en numerosos pueblos, cuadrillas de trabajadores rehacen tejados y construyen nuevas estructuras. En la línea fronteriza, sin embargo, la destrucción provocada por la guerra sigue muy presente. En pueblos como Jiam o Kfar Kila las casas fueron detonadas, el asfalto levantado por los tanques y los campos de olivos arrancados y quemados durante los meses en que el Ejército israelí ocupó la zona. Aquí las labores de limpieza no han casi podido empezar por la amenaza de nuevos ataques.
“Sin apenas recursos, la gente está reconstruyendo. Esta vez despacio, porque no se creen que la guerra haya terminado”, señala Ramzi Najdi, agricultor de 67 años, mientras se escucha el zumbido de un dron israelí sobre Srifa, a 20 kilómetros de la frontera con el país vecino. Pese a la tregua en vigor entre ambos países desde noviembre, en el marco de la Resolución 1701 de Naciones Unidas, los ataques siguen siendo prácticamente diarios, especialmente en forma de asesinatos de miembros de grupos islámicos en el sur del Líbano. Ha habido también misiles contra pescadores en la costa o contra la infraestructura civil, como casetas para la celebración de elecciones municipales, y en abril el Gobierno publicó la cifra de 190 muertos y cerca de 500 heridos desde el fin oficial de la guerra.

La semana pasada, casi una decena de bombas volvieron a sacudir la capital Beirut, reviviendo el terror de la guerra en la noche previa al Eid el Adha, la Fiesta del Cordero, la más importante en el calendario musulmán después del Ramadán. “Solemos comprar ropa nueva, preparar comida y las maletas e ir a nuestros pueblos en el sur para reunirnos con toda la familia. Este año tampoco podemos hacerlo. Si Israel ha elegido atacar esta noche es para meternos miedo”, dice Yussuf, de 17 años, mientras se refugia junto a su familia y espera a que terminen los ataques en una colina cercana a Dahiye, la región sur de la capital, considerada el feudo de Hezbolá, que fue bombardeada casi a diario durante meses.
“Crecimos con la idea de que Israel era un monstruo invencible”, dice Najdi, al que le faltan dedos de las manos para contar las guerras de las que ha sido testigo. Él formó parte de los grupos de resistencia secular que en los ochenta lucharon contra la ocupación israelí del sur del Líbano, que duró hasta el 2000. Fue esa costumbre al conflicto y el cuidar de sus campos de cítricos y olivos lo que le hizo quedarse en su casa hasta que los ataques le dejaron sin agua ni electricidad. Para él, no es salud mental ni psicología, es política: “Esta es la primera tierra en la que nuestros antepasados chiíes pudieron vivir en paz, hace pocos siglos. Ni aunque nos tiren una bomba nuclear nos marcharemos”.
A su lado, su mujer Rabja Tauli, de 65 años, llena la mesa de rodajas de sandía, pepinos, y balila, un plato libanés hecho con garbanzos o judías aliñados con comino y rodajas de limón. “Los dos pilares de la vida en el sur son nuestros hogares y los campos de olivos”, sostiene Tauli. “Ramzi acaba de plantar 400 árboles nuevos hace unos días. Nada nos hará marcharnos”.
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