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Columna
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La noche en la que los franceses perdimos la inocencia

Diez años después, la sensación de irrealidad que me provocaron los atentados yihadistas de 2015 en París me sigue acompañando

Carla Mascia

Estoy cómodamente instalada en el sofá de mi piso de la rue Keller en el XI distrito de París. Son las diez de la noche del viernes 13 de noviembre de 2015 y recibo una llamada de mi mejor amiga, Charlotte, que vive en las Antillas francesas, a miles de kilómetros. “Tía, ¿dónde estás? ¡Que están disparando a gente en tu barrio!”. No entiendo nada. “Enciende la tele”, me dice. Pongo BFM TV, un canal de información continua. Un comando terrorista está llevando a cabo atentados en diferentes puntos de la ciudad, hay ya decenas de muertos, las autoridades piden a la población que no salga de casa. Tengo la sangre helada. Uno de los atentados ha ocurrido rue de Charonne, a 500 metros de mi casa, en la terraza del muy querido y popular bar La Belle Équipe; los cadáveres, cubiertos con mantas de aluminio, yacen esparcidos por el suelo. Solo hay muerte y estupor. No parece real. Las imágenes y los relatos que llegan desde el Bataclan terminan de sumir a todo el país en el horror. Entiendo, como todos los franceses, que a partir de esta noche nada seguirá siendo igual.

Al día siguiente, las calles están vacías. La policía sigue buscando a uno de los terroristas, Salah Abdeslam. Muchas empresas han pedido a sus trabajadores que no acudan a las oficinas. Todos tememos un nuevo atentado. En el metro, la tensión es palpable, acentuada por numerosas falsas alarmas y movimientos de pánico. Ya nada resulta familiar en unas calles que hace solo unas horas estaban manchadas con sangre. Tengo la impresión de haber perdido la inocencia, el sentimiento de protección que me daba un país y unos valores que siempre me habían hecho sentir libre. Como mucha gente, repaso una y otra vez la lista de las víctimas esperando no reconocer el nombre de nadie. Leo de forma casi compulsiva los testimonios de los supervivientes. Sus relatos son dantescos. Despierto por la noche pensando en esos cuerpos inertes apilados, como si fuese una fosa común y no la pista de una sala de concierto, en esas personas que fingieron estar muertas para no recibir una bala de kaláshnikov en la cabeza, a veces teniendo incluso que permanecer sepultados bajo los cadáveres de sus seres queridos. Lo único que me consuela un poco es la increíble unidad nacional que se vive, una solidaridad que el país nunca había experimentado, ni siquiera después del atentado de Charlie Hebdo.

Diez años después, esa sensación de irrealidad me sigue acompañando viendo estos días las diferentes conmemoraciones de los atentados, los programas especiales y sobre todo los relatos de los “casi vivos”, como se define a sí misma Aurélie Silvestre. Esta mujer de 44 años, cuya historia en su día me impactó profundamente, estaba embarazada de su segundo hijo cuando se enteró de que su marido, Matthieu Giroud, había muerto en la sala Bataclan. Tras la tragedia, Silvestre tuvo que sobreponerse al dolor por amor a sus hijos y escribió dos libros hermosos que les dedicó. Hoy comparte su experiencia en escuelas y en cárceles. Como ella, no son pocas las víctimas que eligieron trasfigurar el trauma y el dolor, ya sea a través del compromiso asociativo, la escritura, la fotografía, o las charlas en centros educativos y en prisiones.

Aunque no todas tomaron ese camino. Otras, como mi amiga Adelaïde, sintieron que la única forma de no derrumbarse era seguir con su vida. O al menos intentarlo. La noche del 13 de noviembre estaba fumando un cigarrillo de pie junto a unos amigos en la terraza del bar Le Carillon, en el distrito X de la capital, cuando los terroristas empezaron a disparar. Al detenerse la primera ráfaga de los kaláshnikov, se levantó de debajo de la mesa donde se había refugiado y corrió a toda prisa hacia la despensa del bar, pisando manos y piernas, en un estado de total disociación. “Te conviertes en un animal, solo piensas en salvarte”, me contaba esta semana por teléfono.

Esa noche murió uno de los chicos de su grupo de amigos. La culpabilidad por haber sobrevivido se transformó en una especie de exhortación a no derrumbarse. Tuvo claro que para superar el trauma tenía que acudir ese mismo lunes a su puesto de trabajo como jefa de clínica, que había asumido unos días antes de los atentados. Los años venideros los atravesó como anestesiada, con sueños recurrentes en los que los terroristas la perseguían y siempre conseguían dar con su escondite, en los que era incapaz de dormir la luz apagada. Conocer al padre de sus hijas y empezar una terapia la ayudó a superar el trauma. Hoy su vida diaria ya no es un tormento, pero admite: “Nunca hay un final para las víctimas”. Tampoco puede haber olvido para una nación que, diez años después, sigue buscando la forma de convivir con el trauma dejado por el peor atentado terrorista de su historia.

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Sobre la firma

Carla Mascia
Periodista franco-italiana, es editora en la sección de Opinión, donde se encarga de los contenidos digitales y escribe en 'Anatomía de Twitter'. Es licenciada en Estudios Europeos y en Ciencias Políticas por la Sorbona y cursó el Máster de Periodismo de EL PAÍS. Antes de llegar al diario trabajó como asesora en comunicación política en Francia.
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