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Columna
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Mujeres que dan la vez

Ahora tenemos la edad de los que eran nuestros mayores en el pueblo, aunque parezcamos más jóvenes y nos resistamos a entrar en esa condición

Elvira Lindo

Vivir en la periferia de una gran ciudad y no tener un pueblo al que te mandaran tus padres en verano te convertía en aquellos setenta en una desgraciadilla. Si algo nos curtió como personas capaces de albergar en nuestro corazón dos universos, el rural y el urbano, era ese lazo con el pueblo. Cuando nuestro Seat 124 avanzaba por la calle estrecha hasta la casa de mi tía sentíamos los gritos enajenados de las mujeres que ya habían sido avisadas de nuestra llegada. Tías primeras, segundas, lejanas, un comité de recepción espontáneo que inauguraba el verano. Había que dar besos. Entonces no se les preguntaba a los niños si querían o no darlos; era un ritual obligatorio, inconcebible que te negaras. Besos precipitados y sonoros, besos a aquellas verrugas santas de las que salían pelos negros y duros como clavos, besos a aquella pobrecica a la que se le caía la baba, besos como ventosas, y nuestras cabezas apresadas entre las manos de aquellas mujeres que las hacían chocar contra sus pechos enfundados en batas de flores que olían a comida a diario y a colonia Joya los domingos. No deseo hacer comparaciones, hoy todo se convierte en un debate enconado y ridículo, pero en mi recuerdo aquellos besos eran como el salvoconducto que nos permitía a los niños de ciudad entrar en unas calles que eran suyas en los temibles inviernos. Una vez que se acababa la ceremonia de bienvenida, te soltaban de sus brazos para dejarte libre, aunque jamás podías sentirte ajena a sus miradas.

Ahora vuelvo más a menudo, como están volviendo muchas personas al origen; no todo el tiempo, pero sí el suficiente como para disfrutar de una intemperie en la que me vuelvo a sentir libre y a la vez protegida. Ellas, las que gritaban en el mismo tono agudo con que cantaban en misa, ya no están, aunque en el día de Todos los Santos, como si se tratara de un acuerdo no escrito, se las recuerda por su diminutivo y se refiere alguna anécdota humorística que a fuerza de repetirse cobra un valor añejo, casi de fábula. Ahora, somos nosotros los que tenemos la edad de los que entonces eran nuestros mayores, aunque parezcamos más jóvenes y nos resistamos a entrar en esa condición. Ante esa perspectiva, trato de dejarme llevar por lo inevitable sin dramatismos. Tres ancianas esperan su turno en el puesto de los congelados y me coloco detrás. Una de ellas se acaba de comprar un forro polar muy colorido en el mercadillo. Ellas, siempre en el mercadillo. Parecen las tres mellizas de Roser Capdevila en el tercer acto de sus vidas. Una de rosa, una de verde y otra de azul. Comentan lo cómoda que es la ropa en nuestros días, celebran lo abrigadas que van y lo poco que pesan sus chaquetas. Qué ligereza. La de frío que habrá acumulado el cuerpo de cada una de ellas debajo de aquellas telas ásperas que no llegaban a pegarse a la piel. Hablan del rigor de aquellos inviernos. Deberían hacer un anuncio de forros polares, o de congelados. El cartel de la furgoneta que anuncia la mercancía es infinito, pero ellas son expertas en la certera elección de esos productos. La de rosa, viéndome despistada, me detalla cómo prepara el rape a los tres vuelcos que aprendió en lo de Arguiñano. Todas están al tanto. Ahora que la religiosidad está de vuelta, yo constato en un puesto de congelados de la España despoblada que Arguiñano es Dios. Un Dios hecho hombre que habla a sus fieles con el lenguaje del pueblo. Ellas escuchan su homilía culinaria embutidas en sus forros polares. En ocasiones, de pie ante la tele, como cuando rezan el Padrenuestro.

El curso inexorable de la vida es como la cola de este puesto de congelados. Dentro de poco, ellas se irán y yo seré entonces la primera de la fila, la que dará la vez a la siguiente. No sé si estoy preparada para vestir el forro como uniforme último, eso es así. Pero cuando vuelva a casa escribiré un cuento y esa tarea será como cocinar, al fin y al cabo.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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