‘Los domingos’: la vida
¿Habría sentido esa desesperación la tía de la protagonista de la película si su sobrina hubiera decidido estudiar ADE y echar 14 horas diarias como ‘junior’ en vez de hacerse monja?


Era invierno de 2021 y ese domingo nos había tocado ir al Monasterio de la Encarnación. Cuando empezamos a vivir en Ávila, mi pareja y yo comenzamos también a ir a misa, cada fin de semana a una Iglesia distinta. Acababa de terminar otra liturgia en la que le había obligado a sentarnos lo más atrás posible, no me había levantado ni una vez del banco y tampoco había probado a recitar ni una sola de las oraciones.
Tras la bendición del sacerdote, la mayoría de feligreses salieron del templo, pero unos pocos se dirigieron hasta una capilla situada en la nave lateral y los seguimos. En la parte derecha había una pequeña habitación con unas rejas y, tras ellas, un montón de monjas de clausura en fila. Sostenían un libro entre las manos mientras cantaban y la caída del hábito impedía que se les viera la cara. A medida que fue avanzando la ceremonia nos dimos cuenta de que aquello era la toma del hábito de una joven carmelita descalza. Aunque a mí, atea de cuarta generación, lo que me parecía era una película de Sorrentino; no podía parar de hacer zoom en las caras de sus padres para intentar adivinar en sus gestos tristeza o pesar.
Aquella ceremonia me pareció una de las cosas más inexplicablemente bellas que había visto nunca, pero también una tragedia: una chica de mi edad que decidía no ser doctoranda, no hacer una oposición, no poner un negocio y publicitarlo en Instagram, no ser empleada, no ser madre, no ser usuaria de Ryanair, de Tinder o de la aplicación de Zara. Una chica de mi edad que decidía no vivir.
Vuelvo a esa carmelita descalza cuyo nombre nunca supe mientras veo Los domingos, la película con la que Alauda Ruiz de Azúa ha ganado la Concha de Oro de San Sebastián. Hay quien dice que no es una cinta sobre la vocación religiosa sino sobre la familia, y tienen razón: nadie como Ruiz de Azúa ha sabido plasmar las complejidades de ser padre, hija o abuela en los últimos años. Pero el caso es que la directora no ha decidido que el conflicto estalle porque la niña se quiera ir a Berlín a estudiar arte, ni porque haya salido del armario en una familia conservadora: ha elegido que todo gire en torno a la vocación religiosa de Ainara, una adolescente de 17 años, y a la oposición frontal de su tía, una gestora cultural con problemas de pareja que considera que encerrarse en un convento con un montón de ancianas no es vivir sino huir de la vida.
Como muchos espectadores de la cinta y como yo aquel día en la Encarnación, la tía de Ainara considera que la decisión de su sobrina de hacerse monja no es libre. Que está condicionada por sus vivencias y heridas ―la muerte prematura de su madre, un padre no demasiado presente―, como si sus propias decisiones no lo estuvieran. Como si cualquier compromiso vital ―cualquier compromiso vital serio― no naciera de la carencia y sus huecos. ¿Habría sentido esa desesperación, esa contrariedad, si su sobrina hubiera decidido hacer ADE y haberse metido a echar 14 horas diarias como junior en Deloitte? ¿Habría sufrido hasta perder el control si Ainara les hubiera anunciado que se marchaba a la India para aprender ashtanga yoga y hacer reels con conjuntos de Lululemon?
Los domingos es una gran película porque no es sencillo hacer su sinopsis, decidir si va sobre la vocación religiosa o la familia, sobre la intolerancia de los tolerantes o la manipulación espiritual. Lo que es seguro es que trata sobre el sentido, sobre el amor. Y lo que ocurre cuando nos atraviesa o nos falta. Cuando lo vemos, o cuando somos ciegos a él.
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