Nietzsche ha muerto
Rosalía pertenece a una generación que no ha crecido con un crucifijo sobre la pizarra y que no ha sufrido los estragos de la religiosidad mal entendida del franquismo


En primero de carrera, uno de mis primos hizo una plantilla de un Cristo que, en lugar del Sagrado Corazón, tenía una esvástica en el pecho. Ni él ni yo éramos cristofascistas sino chavales de izquierdas, ateos y anticlericales de cuarta generación. Ni me puse nunca la camiseta que hice con la plantilla ni me planteé qué significaba aquel dibujo. Me gustaba porque era escandaloso, porque podía estar en ARCO o en una exposición temporal del Reina Sofía, porque la subversión era, para mí, un fin en sí mismo. Consciente o inconscientemente, lo que había en esa plantilla era la esencia del nihilismo: burlarse del bien y del mal sin comprenderlos. Negarlos y dejar paso a la nada.
No sé qué hice con la camiseta, pero he vuelto a recordarla con motivo del lanzamiento del disco de Rosalía. Desde que sacó el aperitivo —una imagen del vinilo, con frase de Simone Weil incluida, y el primer videoclip, lleno de iconografía religiosa—, los periódicos se han llenado de piezas analizando el resurgir de la iconografía y las referencias cristianas, algo que parece una anomalía. Pero lo verdaderamente anómalo, algo insólito en todo tiempo y lugar, es una cultura popular en la que lo religioso ha desaparecido o se ha convertido en algo contra lo que crear, en algo que hay que subvertir o ignorar. No es una novedad en Rosalía ni en otros artistas contemporáneos echar mano de imaginería o conceptos religiosos, pero sí que lo es despojarlos de cualquier elemento subversivo o irónico, grande o pequeño: la novedad es pasar del nazareno patinando en un skatepark en Malamente o de “lo segundo es chingarte / lo primero Dios” al Sagrado Corazón de Jesús y la representación del Espíritu Santo. Así tal cual, sin necesidad de subvertir nada, ni de parapetarse en la ironía, ética o estética, para no ser acusado de casposo. En algún momento se tenían que acabar los ochenta.
Hay quienes ven en este interés por lo religioso una cuestión generacional, y puede que tengan razón, aunque no del todo: recordemos que el último libro de Javier Cercas es muchas cosas, entre ellas un acercamiento desprejuiciado a la realidad eclesiástica firmado por un ateo anticlerical. O que el último Princesa de Asturias de Humanidades lo recibió un católico coreano de la edad de Cercas.
Pero es cierto que, como Alauda Ruiz de Azúa, directora de Los domingos, la historia de una adolescente que quiere hacerse monja, o Aixa de la Cruz, autora de Todo empieza con la sangre, que explora la conversión, Rosalía pertenece a una generación que no ha crecido con un crucifijo sobre la pizarra. Una generación que ha convivido en el aula con compañeros musulmanes o evangélicos que vivían su fe sin remilgos. Una generación que no ha sufrido los estragos de la religiosidad mal entendida del franquismo sino unos mucho más sutiles: los del laicismo estúpido, ese que no considera una pérdida que los alumnos no sepan interpretar los cuadros del Museo del Prado o que quiere, en un quiebro orwelliano, imponerle a las alumnas musulmanas ir a clase sin velo por considerar que ir velada es una imposición.
El progresismo liberal, la ideología hegemónica de nuestro tiempo a izquierda y derecha, ha creído durante años estar mandando al traste todo lo anterior y fundando a la vez lo definitivo. Pero la realidad se está ocupando de desmontar esta contradicción tierna e infantil: si mandas al garete lo construido por tus abuelos, ¿por qué tus nietos no iban a cuestionar siquiera lo que has levantado tú? En este caso, en lo que se refiere a Dios, la realidad también se está imponiendo: es del frío de donde surge la necesidad de una lumbre. Si hasta Él murió, ¿cómo no iba a morir Nietzsche?
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