Paz, piedad, perdón
Ha terminado esta guerra, pero no ha terminado el estado de guerra instalado entre judíos y palestinos desde que entraron en contacto hace algo más de un siglo


No es la paz todavía. Es solo una tregua, todavía frágil. Y ya es mucho, puesto que no viene a parar una guerra cualquiera. Hará época si se sostiene, porque toda tregua contiene la improbable y sagrada semilla de la paz, al igual que toda guerra, y especialmente una guerra tan desigual, contiene las semillas de futuras guerras.
El armisticio declarado tras la matanza y destrucción de Gaza ha hecho ya historia, al igual que la guerra viene haciendo historia desde hace dos años. El 7 de octubre Israel sufrió el ataque más letal, inesperado y desmoralizador de toda su vida como nación moderna y al día siguiente inició una guerra que ha superado en duración, víctimas y efectos geopolíticos a todas las anteriores libradas por su ejército.
La explosión de alegría que ha suscitado en ambos bandos es un buen indicador de las ansias de paz compartidas. Cierto, en los israelíes pesa el regreso de los rehenes, y en los palestinos el fin de la guerra, la supervivencia, la querencia por la tierra natal que no deberán abandonar. Este momento trascendental es a la vez lenitivo para estos dos años de un dolor tan inmenso y grito en favor de una paz tan esquiva.
Se mire como se mire, es mérito entero de Trump, pero ni es todavía la paz ni él podrá poseerla como posee su fortuna. Lleva la marca de su peculiar diplomacia intimidatoria, hecha de engaños, chantajes y sobornos, tal como se aprende en las malas calles de los grandes negocios inmobiliarios neoyorquinos. Su orgullo es que ha triunfado donde Biden fracasó, aunque no haya recibido el Nobel que recibió Obama. Su equipo de aficionados, ignorantes de la historia y de la diplomacia, ha alcanzado el éxito que escapó de las manos diplomáticas más expertas del Departamento de Estado. Ha torcido el brazo a Netanyahu, proeza que no estuvo al alcance de ningún otro presidente desde Bill Clinton hasta Obama y Biden.
La grotesca Pax Trumpiana era una cosa al principio, pero asoman otros perfiles solo una semana después. El primer efecto ha sido la aprobación por separado de una primera fase de alto el fuego y la relegación de la sustancia de la negociación para una segunda, en la que todo estará en discusión. Trump ha dictado el alto el fuego pero no puede dictar nada más, porque la verdadera paz va para largo. Incluso ha enmendado su idea inicial de tregua. Era un ultimátum, pero se dirigía tanto a Hamás como a Netanyahu.
El ejército israelí se ha retirado ya de la mitad de la Franja. Los gazatíes regresan al lugar donde estaban sus casas, ahora en un campo de ruinas. No habrá limpieza étnica ni urbanismo brutalista para el turismo. Tampoco habrá lugar para nuevas colonias israelíes. La rendición de Hamás tiene poco de incondicional, como quería Netanyahu, y por el momento no hay entrega de armas.
Estos principios, ya incorporados ahora a la tregua, deberán desarrollarse en la fase de negociación si antes no se rompe el algo el fuego. Para los palestinos será entonces la hora de ganar con las armas políticas y diplomáticas lo que nunca ganaron ni ganarán por la violencia. También la oportunidad para que se incorporen tanto Naciones Unidas como la Unión Europea, de forma que el actual unilateralismo mute en multilateralismo, obtenga la cobertura de la legalidad internacional y se diluya su diseño oligárquico y autoritario.
El segundo tramo de la negociación no puede dejar fuera a Cisjordania y Jerusalén. Si se quiere avanzar, tocará congelar las colonias y los proyectos para dividir e incomunicar Cisjordania. No habrá negociación sólida sin la participación directa de los gazatíes, en buena lógica a través de la Autoridad Palestina. Sustituir la ocupación militar israelí por un humillante mandato colonial estadounidense, tal como contempla el plan trumpista, es una garantía de fracaso. Nada avanzará si no es en dirección “hacia la autodeterminación y la creación de un Estado palestino”, tal como admite, más que propugna, el plan de paz. Es la pelea crucial, incorporada por la presión de los vecinos árabes y la amplitud del reconocimiento internacional del Estado palestino.
Ha terminado esta guerra, pero no ha terminado el estado de guerra instalado entre judíos y palestinos desde que entraron en contacto hace algo más de un siglo. Los más extremistas y violentos de ambos lados, auténticos motores de las guerras, pueden admitir treguas, pero todos odian y temen la paz verdadera, la que exige dolorosos sacrificios y concesiones en pos de un nuevo orden pacífico y justo. La paz solo se alcanza con el reconocimiento mutuo, la sustitución del odio por la piedad y, finalmente, el difícil ejercicio del perdón mutuo entre quienes se han perseguido, despreciado y asesinado durante un siglo. Difícilmente lo verán nuestros ojos.
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