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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un modelo que no funciona

El sistema elegido por la Iglesia católica para reparar a las víctimas de la pederastia ha resultado ser opaco y arbitrario

Ceremonia de nombramiento de cardenales, tres de ellos españoles, en la basílica vaticana de San Pedro, en 2023.
El País

En el escándalo de los abusos sexuales cometidos durante décadas en el ámbito de la Iglesia católica española —y en cuyo conocimiento público ha sido fundamental la investigación realizada por EL PAÍS— el capítulo de reparación a las víctimas constituye, junto al esclarecimiento de los hechos y al castigo a los culpables, un pilar básico. Sin embargo, con los datos en la mano, resulta evidente que la jerarquía eclesial no está respondiendo como esperan los damnificados y la sociedad en su conjunto.

Solo una cantidad ínfima —no llega al medio centenar— de las víctimas reconocidas por la Iglesia ha recibido una compensación económica más de medio año después de que la Conferencia Episcopal decidiera actuar unilateralmente —es decir, sin colaboración ni coordinación con el Estado— y creara su propia “comisión de arbitraje”. Se trata, es cierto, de un mecanismo que nunca había sido utilizado antes y que pueden surgir dificultades imprevistas, pero no es menos cierto que, dada la naturaleza de delito y de la extensión del daño infligido, la reparación es acreedora de la máxima celeridad y de la máxima colaboración con otras instancias y administraciones. En ambos aspectos la jerarquía eclesial española está fallando.

Las quejas de los afectados se refieren al exceso de burocracia, la opacidad y la arbitrariedad en la toma de decisiones respecto a las compensaciones. A lo que se añade el muro de silencio con el que se topan muchos denunciantes. Tales quejas no solo reflejan el malestar de particulares que, además de ser víctimas, se ven inmersos en un complicado proceso, sino que apuntan de nuevo a las causas básicas que han contribuido a que los abusos se hayan prolongado en el tiempo en un clima de impunidad hasta que —venciendo la reiterada negativa de los obispos a reconocer su existencia— la verdad llegó a ser conocida por la sociedad. La opacidad y la arbitrariedad eclesiales con la que se encontraban las víctimas que denunciaban sirvieron durante décadas para que los delincuentes pudieran escapar a cualquier acción disciplinaria o, lo que es aún peor, pudieran reincidir.

A pesar de las declaraciones de algunos de sus representantes y de las estrictas y claras instrucciones recibidas desde Roma, la jerarquía católica española sigue mostrándose lenta, cuando no alarmantemente inoperante, en la resolución de una cuestión en la que debería comprometerse no solo de palabra. En contraste con las evidentes taras que muestra el modelo unilateral de la Iglesia, el propuesto en el Informe del Defensor del Pueblo —la creación de un órgano administrativo especial al que la Iglesia asigne fondos— se presenta como el más eficaz para lograr un objetivo que hoy es prioritario: resarcir a las víctimas.

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