Las palabras nunca pueden expresar bien lo que uno siente
Quienes carecemos del don de cantar seremos siempre seres incompletos

En una entrevista de 1978, Van Morrison decía que su relación con las palabras se acaba cuando termina de escribir las letras de sus canciones. Llegado el momento de cantar, él no canta palabras, sino sílabas. Cualquiera que se haya conmovido escuchando, por ejemplo, esa maravilla suya titulada Ballerina entenderá lo que quiso decir Van Morrison: el significado de las palabras no importa; sólo importan la canción, la música y, sobre todo, en el caso de Van Morrison, su voz.
Por su parte, los cantaores flamencos suelen ignorar, al cantar, la existencia de sílabas. Por ejemplo, Mayte Martín, por alegrías, canta “a Cádiz se va por sal”, pero tras cantar “se” hace una breve pausa, y luego vuelve a cantar recuperando la e de “se”. La sílaba ha quedado felizmente interrumpida.
Van Morrison canta sílabas y Mayte Martín canta la interrupción de sílabas. Aparentemente, se dedican a cosas distintas. Pero qué va. Son sólo dos maneras diferentes de hacer lo mismo: consagrar la idea de que las palabras no importan, de que, cuando se trata de expresar sentimientos, lo que importa es la armonía, el quejío, las notas.
Es un lugar común que hay ocasiones en que las palabras no pueden expresar lo que sentimos. A mí esto me parece falso. Nunca podemos expresar lo que sentimos con palabras. O al menos nunca podemos expresarlo bien. Sólo la música puede hacerlo. Sólo cuando nos olvidamos de las palabras, ya sea porque las convertimos en meras sílabas o porque las destruimos al no respetar sus sílabas, estamos en condiciones de transmitir lo que sentimos. Por eso quienes carecemos del don de cantar seremos siempre seres incompletos.
La supremacía de la música sobre las otras artes en materia sentimental es una obviedad. La literatura, la pintura o el cine no dan el ancho. Sirven para algunas cosas. Pero en materia de transmisión sentimental no llegan a la suela de los zapatos de la música. Y la razón es que los significados —tanto de las palabras como de las imágenes— son irrelevantes cuando de lo que se trata es de transmitir sentimientos. No hay duende en la literatura, la pintura o el cine. No puede haberlo. Son expresiones demasiado filtradas por el tamiz de la semántica.
Van Morrison o Mayte Martín tocan algo de nosotros que, sea lo que sea, aún no tiene significado, aún no tiene palabras asignadas, aún es inmune al lenguaje. El duende es únicamente una metáfora de cómo sólo la música está en condiciones de captar ese momento fugaz en que lo que nos ocurre aún no ha sido bautizado. Por eso la música es quizás la única experiencia trascendental que tenemos los ateos.
Y yo, por mi parte, declaro que no necesito nada más: no necesito que Dios exista, no necesito oraciones, no necesito ser perdonado. Me basta con escuchar a Mayte Martín o a Van Morrison todos los días.
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