La presencia de Hiroshima
El 80 aniversario de la destrucción de la ciudad japonesa advierte contra la actual frivolidad global sobre la amenaza nuclear


El MUNDO conmemora este 6 de agosto el 80 aniversario del primer lanzamiento de una bomba atómica contra un objetivo bélico. Lo ejecutó Estados Unidos en los últimos días de la II Guerra Mundial contra la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días más tarde otra bomba atómica en Nagasaki, a 300 kilómetros de allí. Como consecuencia de ambos ataques, se calcula que más de 150.000 personas perdieron la vida, tanto en las explosiones como por los efectos de la radiación y las quemaduras. Desde entonces, se han fabricado decenas de miles de cabezas nucleares, de las cuales la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares calcula que más de 12.000 están activas, en manos de nueve países y presentes en otros seis. El uso de solo una parte de ese arsenal supondría la destrucción de la civilización humana tal y como la conocemos. Es un riesgo estremecedor y omnipresente con el que la humanidad vive desde entonces.
Sin embargo, las iniciativas de décadas contra el riesgo de un enfrentamiento nuclear han ido perdiendo vigencia una a una, conforme se han ido reencendiendo las tensiones entre las potencias y más países se han ido incorporando al club atómico. Bajo el marco de la guerra en Ucrania (en la que Rusia considera estar en guerra con la OTAN), tanto Moscú como Washington han ido renegando de sus compromisos de implementación de armas tácticas en Europa. El despliegue de bombas rusas en la vecina Bielorrusia y el regreso de parte del arsenal estadounidense al Reino Unido (por primera vez desde 2008) son señal de ello.
Todo ello se produce envuelto en una retórica preocupante: desde la invasión rusa en 2022, Moscú habla abiertamente de su capacidad de destrucción atómica para disuadir a los aliados de Kiev de reforzar su apoyo al país atacado. Esta semana, el presidente de EE UU, Donald Trump, ha respondido a ese discurso anunciando la movilización de dos submarinos nucleares, en un juego de señales más propio de la Guerra Fría.
Por si fuera poco, la súbita hostilidad de Trump a la UE ha incitado a Europa a buscar un mecanismo disuasorio nuclear autónomo, con Francia y el Reino Unido a la cabeza. Y el ataque de EE UU e Israel a las instalaciones atómicas de Irán ha convencido aún más al régimen iraní de la necesidad existencial de dotarse del arma nuclear para garantizar su supervivencia geopolítica.
En este contexto, recordar Hiroshima cobra un significado más allá de lo conmemorativo. Según el Ministerio de Sanidad japonés, el 31 de marzo de este año había 99.130 supervivientes de las bombas. Con una edad media de 86 años, la mayoría de ellos no tiene memoria viva del evento. Sin embargo, su mera existencia nos sirve de recordatorio de que la amenaza nuclear no es una herramienta retórica cualquiera y que la humanidad no puede renunciar al objetivo de liberarse de ella.
Es lo que reconoció el Comité del Premio Nobel de la Paz al entregar su galardón de 2024 a la asociación de víctimas Nihon Hidankyo para “hacer sonar la alarma y advertir al mundo de que el tabú nuclear está en peligro”, según esta organización. El 70% de las víctimas creen que las armas nucleares volverán a usarse.
Las imágenes y los relatos del horror de Hiroshima y Nagasaki no son una conmemoración histórica más: sirven como recuerdo constante del daño existencial que la humanidad puede infligirse a sí misma. Es una responsabilidad preservar ese recuerdo para que permanezca también cuando no quede nadie que lo haya vivido.
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