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¿De quién es Crimea?

Putin ha conseguido que cale en la Administración de Trump la idea de que la península pertenece de forma legal a Rusia

Vladimir Putin y Steve Witkoff, en Moscú el 25 de abril.
Pilar Bonet

Inasequible al desaliento, Vladímir Putin trata de “normalizar” la idea de que Rusia tiene derechos históricos incuestionables sobre la ocupada Crimea. El presidente ruso trabaja con tesón para difuminar y hacer que sean relegadas al olvido las obligaciones del derecho internacional que Moscú respetaba antes de la anexión de la península en 2014.

La percepción de que el territorio ucranio ocupado militarmente por Rusia pertenece de forma legal a este país ha calado incluso en Steve Witkoff, el negociador especial de Donald Trump, que ha conversado cuatro veces con el líder ruso desde febrero pasado.

En marzo, Witkoff demostró haber interiorizado los argumentos del Kremlin, al referirse a los referendos celebrados en cinco regiones de Ucrania en los cuales “la inmensa mayoría de la población” manifestó el deseo de someterse a Rusia. El empresario inmobiliario neoyorquino, que explora un posible “trato” para concluir la guerra, afirmó además que los conflictos entre Rusia y Ucrania existían “desde la Segunda Guerra Mundial” y que los rusos ya “recuperaron” las cinco regiones que deseaban (Crimea, Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón).

Incapaz de pronunciar todos los nombres de esos territorios, que supuestamente colmarían la ambición rusa, Witkoff exhibió su desconocimiento de la materia que trata para bochorno de los competentes especialistas en Rusia existentes en la Administración y en las universidades de EE UU.

Visto el nivel de ignorancia del negociador norteamericano, que acude en solitario a su cita con los experimentados interlocutores rusos, tal vez convenga recordar que Rusia y Ucrania en tanto que repúblicas integradas en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS, 1922-1991) no tenían ningún conflicto fronterizo tras la Segunda Guerra Mundial. La transferencia de Crimea de Rusia a Ucrania en 1954 fue una redistribución territorial semejante a otras que se realizaron en el marco de un Estado único. En el caso de Crimea, la transferencia se justificó “por razones económicas, territoriales y culturales” para mejorar la gestión regional.

Rusia, Ucrania y otras repúblicas integrantes de la URSS se separaron de común acuerdo en 1991, y las lindes administrativas entre ellas pasaron a ser sus fronteras estatales. Ya antes, en noviembre de 1990, Rusia y Ucrania habían reconocido aquellas lindes en un acuerdo suscrito por Borís Yeltsin y Leonid Kravchuk, sus máximos dirigentes por entonces.

Tras la reunión de los líderes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, que disolvieron la Unión Soviética el 8 de diciembre de 1991, los acuerdos que reconocían la integridad territorial y las fronteras de Rusia y Ucrania fueron ratificados por el Parlamento ruso. Y estos mismos principios fueron confirmados en 1994 en el memorándum de Budapest, por el cual Ucrania entregó sus armas nucleares para convertirse en miembro no nuclear del Tratado de No Proliferación a cambio de garantías de seguridad por parte de Rusia y EE UU. Por si algo faltara, las fronteras fueron reconocidas también por el tratado de amistad y cooperación firmado por los líderes de Rusia y Ucrania en mayo de 1997 y ratificado en 1998.

En lo que se refiere a los referendos en los territorios anexionados por Rusia, ninguna de las cinco consultas realizadas (Crimea, Donetsk y Lugansk en 2014, y Jersón y Zaporiyia en 2022) reunió condiciones para ser consideradas válidas, pues sucedieron en entornos militarizados o de guerra abierta, al servicio de los ocupantes y cuando parte de la población local había huido o carecía de acceso a las urnas.

Desde el siglo XV, Crimea fue un kanato dependiente del Imperio otomano, y los cosacos ucranios participaron junto a los soldados rusos en la conquista de la península, que concluyó en 1783 en tiempos de Catalina II. Con la llegada de Rusia, se produjeron cambios demográficos drásticos en Crimea, pues los tártaros que rechazaron el dominio zarista huyeron al Imperio otomano. En la Turquía moderna, los descendientes de aquellos emigrantes se cuentan por millones.

La población cristiana (minoritaria en el kanato de Crimea) fue reasentada por los conquistadores rusos para colonizar otras regiones incorporadas a su imperio (así la ciudad de Mariúpol, en el mar de Azov, fue fundada por griegos procedentes de Crimea). En 1760-1770, la población de Crimea no llegaba al medio millón y en más de un 92% estaba formada por tártaros. Este porcentaje se redujo al 35,6% en 1897 (los rusos eran el segundo grupo, con un 33,1%).

Crimea fue el último bastión de los rusos blancos tras la revolución bolchevique. Y en 1921, después de que el derrotado ejército del barón Piotr Wrangler zarpara hacia el exilio, la nueva Administración comunista adjudicó Crimea a Rusia, pero dejó sin definir sus límites septentrionales con el territorio ucraniano.

En 1944, Stalin ordenó la deportación de tártaros y otros pueblos de Crimea por supuesta colaboración con los ocupantes alemanes, y en esta operación perecieron desde varias decenas de miles hasta varios centenares de miles de personas, según diversas estimaciones. En 2001, sin contar la ciudad de Sebastopol, vivían en Crimea algo más de dos millones de personas (el 58,1%, rusos; el 24,3%, ucranios, y el 12,1%, tártaros). Tras la anexión, los porcentajes han sido alterados a resultas del fomento de la inmigración masiva de rusos, la represión sobre la comunidad tártara y el esfuerzo sistemático por borrar la huella de Ucrania.

Pero tal vez todas las realidades sobre el terreno y las obligaciones del derecho internacional violados por Rusia son irrelevantes para una Administración que considera ella misma la posibilidad de anexionarse territorio de sus aliados, como Groenlandia.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.
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