Realmente bravo
Un detalle tan simple como que los inodoros de los trenes, con más de 600 pasajeros a bordo, no funcionen cuando se va la luz, nos obliga a repensar su diseño


Existe una cosa llamada avería que aún es más fuerte que cualquier tecnología conocida. Como bien enseña la naturaleza, todo se estropea tarde o temprano. Hasta la flor más hermosa termina mustia y el árbol más robusto un día se cae. Por lo tanto, el apagón del lunes pasado que dejó sin luz durante la jornada completa a la península Ibérica era tan previsible como inesperado. El contexto de amenaza rusa hizo que las especulaciones iniciales apuntaran a un ciberataque, pero rápido la sensación que se apoderó de todos nosotros fue parecida a la del día del incendio del Liceo de Barcelona: a ver quién se ha descuidado con el soplete. Por suerte, el incidente energético apunta más bien a discontinuidades en el suministro solar, porque cuando estos accidentes suceden en las centrales nucleares ya no hablamos de anécdotas intrascendentes, sino de tragedias irreversibles.
Me consta que en la multitud de trenes que quedaron varados a lo largo de toda la vía férrea española los pasajeros cayeron en una espera calmada y solidaria. En muchos casos, la inacción duró más de siete horas que familias, turistas y viajantes soportaron estoicamente mientras autoridades y empleados decidían o más bien no decidían qué hacer con ellos. Bravo por el comportamiento de la gente en esas situaciones, realmente ejemplar. Las horas que pasaron en trenes detenidos, algunos sin cafetería ni agua potable disponible, urgen a establecer un protocolo de emergencia claro y exigente. A partir de las dos horas se debería establecer un ritmo de evacuación apoyado en las poblaciones cercanas a las vías del tren. Y debería forzarse a las compañías a tener disponibles métodos de rescate ágiles. Un detalle tan simple como que los inodoros de los trenes, con más de 600 pasajeros a bordo, no funcionen cuando se va la luz, nos obliga a repensar su diseño. Bien fácil sería que tuvieran un modo de uso manual para episodios de avería. Muchos artilugios rutilantes quedaron ineficaces en esas largas horas. Desde las persianas automáticas a los servicios de VTC con su subida de precios, pasando por gasolineras que sin luz estaban inoperantes como si fueran estaciones de recarga eléctrica. Toca más corregir que conspirar.
Se ha hablado mucho del fracaso de las grandes compañías energéticas. Su avaricia especulativa es la sombra afilada detrás de este apagón histórico. Pero poco se comenta la inoperancia de todas las compañías de telefonía sin excepción. Ninguna de ellas tenía previstos mecanismos de mantenimiento ni formas de dar servicio a zonas concretas de la ciudad que hubieran servido para que las familias y amigos se ayudaran y mantuvieran en contacto. Este apagón de las comunicaciones fue aún más grave y perverso que la caída de la red eléctrica. Nos debería hacer reflexionar. Y para todos aquellos que sostenemos que cada avance tecnológico no sepulta necesariamente su correspondiente versión analógica, el zafarrancho del apagón significó una suerte de reivindicación en toda regla. Digamos que el transistor a pilas, el disco de vinilo y el periódico en papel no son obsoletas reliquias del pasado, sino una forma de permanencia eficaz y discreta que no tiene por qué enterrarse sencillamente porque hayamos dado con evoluciones más prácticas. Hay algo de voluble en la digitalización obligatoria, porque a día de hoy nos convence más la esperanza de conservación de un papiro de Mesopotamia de hace 4.000 años que la de la foto que nos hicimos anoche con el móvil.
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