Contar el horror, respetar a las víctimas
La justicia dirá si el libro sobre el parricida José Bretón vulnera la ley, pero el autor no ha tenido en cuenta que perpetúa la violencia vicaria


El hecho de que la Fiscalía de Menores de Barcelona volviese a reclamar ayer que se suspenda la publicación por parte de la editorial Anagrama de El odio, el libro que Luisgé Martín ha dedicado a José Bretón, revela la complejidad de un caso en el que chocan la libertad de expresión de un escritor con el derecho al honor y a la intimidad de dos niños asesinados y de la mujer a la que, asesinándolos, quiso dañar un marido machista (y en fase de separación). La solicitud de Ruth Ortiz de paralizar de forma cautelar la distribución del libro había sido rechazada el lunes por un juez de la Audiencia Provincial de Barcelona alegando que carecía de elementos para evaluar si la obra vulnera la ley.
La literatura o el cine se han nutrido muchas veces de hechos sucedidos en la realidad: a veces con el propósito de explicar los hechos del pasado, a menudo de infinita crueldad; otras, con el de denunciarlos. En este caso, el autor declara su propósito de entender cómo funciona la mente de un asesino y las razones de un odio que le llevó a utilizar la muerte de los hijos para torturar de por vida a la madre. Sin embargo, inexplicablemente, el autor descartó el testimonio de ella. Lo hizo para que, según recoge en la obra, ningún punto de vista que no fuera el del parricida le distrajera de su objetivo y para no mortificar a la madre “con indagaciones”. Lo primero roza la frivolidad. Lo segundo ha terminado por hacerlo. Ruth Ortiz ni siquiera fue advertida de la existencia del libro hasta que la editorial anunció su publicación.
El caso ha despertado una ola de indignación comprensible por el impacto que causó el asesinato de dos niños de seis y dos años a manos de su padre. En el juicio de 2013 que lo condenó a 40 años de cárcel estuvo el origen de lo que hoy llamamos “violencia vicaria” —la cometida contra los hijos como instrumento para hacer daño a la madre— y muchos ciudadanos han entendido que dar voz solo al asesino —por mucho que se diga arrepentido— equivale a condenar a la madre a revivir el suplicio padecido. La colisión del derecho al honor y a la intimidad con el derecho a la libertad de expresión es en este caso flagrante. No existe vía para acordar a partir de qué momento es legítimo escribir sobre un episodio tan execrable, y de hecho han sido múltiples los relatos periodísticos y los documentales dedicados a este caso. Lo que sí parece exigible es cierto modo de abordarlo.
El error del autor y de la editorial no está en la oportunidad de la obra sino en ocultar a la madre —víctima directa de la violencia vicaria a través del asesinato de sus hijos— la existencia del proyecto y no aplicar un escrúpulo excepcional a la reconstrucción y análisis de una historia en la que el perfil aislado del asesino no explica una violencia que es estructural. Cuando está en juego la vida y la muerte de personas a las que se cita con nombre y apellidos, la escala de las obligaciones profesionales y morales que debe asumirse trasciende la literatura. Y en este caso ha sido muy insuficiente.
La justicia determinará si El odio vulnera, total o parcialmente, la ley, y si tiene fundamento dar un paso tan grave y excepcional en una democracia como censurar un libro. Mientras, la editorial tiene todo el derecho a publicarlo. La justificación para suspender cautelarmente su distribución no puede estar en el dolor derivado de su lectura. Pero lo que añade dolor al dolor es que el libro adolezca de juicios precipitados, insinuaciones sin contrastar y una reconstrucción crédula de los actos y pensamientos de un asesino.
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