Lluvia tímida
No es que ahora no llueva, es que llueve distinto

Da la impresión de que por causa del calentamiento global, todavía negado por algunos, ya no llueve como antes. El fenómeno resulta especialmente visible en las zonas propensas a la lluvia fina, donde era habitual el paragüero junto a la puerta de casa y donde la gabardina constituía una prenda común. No pretendo decir que ahora no llueva, sino que llueve distinto, con mala intención, con ganas de destruir y de empapar dañinamente, como si las gotas, en vez de caer por su propio peso, fueran disparadas desde lo alto; de ahí esas riadas que en los telediarios arrastran coches y contenedores. Uno, para bien o para mal, procede de una tierra regada a menudo por la lluvia lenta que parece espolvorear melancolía sobre el verdor del campo y que en nuestra franja de costa cantábrica llamamos sirimiri. Hacia el poniente se va llamando orvallo, con sus variantes idiomáticas, y en otros sitios recibe nombres a cuál más sugerente y hermoso. De niño, un deudo me espetó que la llovizna en cuestión se llama sirimiri salvo cuando me moja a mí, que entonces se llama calabobos. El sirimiri es lluvia introvertida, callada y como temerosa de llegar al suelo, formar charcos y mojar, por lo que puede inducirnos a la decisión errónea de salir a cuerpo y sin paraguas. He leído que las lloviznas no han desaparecido, sino que su frecuencia se ha desplazado unos grados hacia el norte. El caso es que durante una visita reciente a las piedras nativas me vi tras largos años inmerso en una tarde de sirimiri, por supuesto sin paraguas, que es como mejor se disfruta. Estuve un rato con la cara levantada hacia el gris profundo, concentrado en el afán voluptuoso de sentir cada pinchacito de frescor en las facciones. Aprovechando la ausencia de testigos, me permití durante diez minutos experimentar sin prisas la felicidad del agua diminuta. Yo creo que antes éramos más felices. O quizá no lo fuéramos, pero no nos dábamos cuenta.
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