En contra de la libertad ilimitada
La consecuencia del porno popular ahora entre algunos adolescentes varones no son unas saludables pajillas sino la emulación de una “hazaña” sexual que contiene la excitación de reunir a colegas con los que perpetrarla


Recuerdo que hace apenas tres años, justo antes del confinamiento, un amigo más joven que yo y de naturaleza sensible desdramatizaba el porno consumido hoy por los chavales, comparándolo con las revistas y pelis que la generación millenial veía a espaldas de los padres, razonándome que eran entretenimientos casi educativos que servían a los adolescentes para hacerse unas pajillas, sin que eso introdujera un elemento patológico en su desarrollo sexual. Las cosas que se hacen a escondidas también educan, decía. Eso puede ser una gran verdad; como no serlo. Recuerdo haber rumiado dudas sobre si sería lo mismo aquel porno que este, porque la alarma sobre el creciente acceso adolescente a contenido violento llevaba sonando desde hacía tiempo, pero me callé, como se calla una ante el temor de quedarse atrás en la comprensión del mundo, sea por razones de edad, del célebre aburguesamiento o qué sé yo. En mi descargo diré que a las chicas de la generación ochentera se nos debió quedar clavado a fuego en algún lugar de la memoria aquel calificativo tan usado entonces: estrecha, que más bien era una amenaza, la de expulsarte del dudoso pódium de chica liberada, progre. Ahí permanece aquel miedo estúpido a no estar a la altura de tu época. Ha hecho falta que profesionales de veras preocupados por la situación real y no cegados por el papanatismo tecnológico nos hayan abierto los ojos ante una realidad que debería estremecernos: el confinamiento sirvió para que los adolescentes reafirmaran su dependencia de las pantallas, y con ella comenzaron las fobias a la interacción social, se acrecentaron los problemas de autoestima, sobre todo en chicas, y aumentaron las visitas a los vídeos de pornoviolencia, que recrean escenas de humillación colectiva de un grupo de varones a una chica indefensa. La consecuencia de este porno popular ahora entre algunos adolescentes varones (aún no sabemos cuál es el porcentaje de población estudiantil que accede a esto) no son unas saludables pajillas sino la emulación de una “hazaña” sexual que contiene la excitación de reunir a colegas con los que perpetrarla, eligiendo a una víctima que suele ser conocida, del mismo barrio y todavía más joven que el grupo atacante (una de las chicas violadas en Badalona tenía apenas 11 años).
Engolfados en la idea, válida para adultos experimentados en el consumo cultural, de que el espectador entiende la diferencia entre la ficción y la realidad, nos hemos olvidado de cómo asimila ese tipo de escenas una mente aún tierna que sobrevive a su libre albedrío en una zona degradada económicamente, no goza del amparo de una comunidad o de su propia familia, está siendo adiestrado por contagio social en un ambiente de una masculinidad agresiva y, para colmo, no recibe en su centro educativo algo parecido a la tan reivindicada por unos, o demonizada por otros, educación sexual.
Está claro que los movimientos de padres y madres que tratan de prohibir o limitar el uso del smartphone son progenitores implicados en la educación de sus hijos que asumen su responsabilidad y estudian de qué manera podrían contrarrestar el influjo de este elemento disruptivo en la vida de los adolescentes, pero reducir este asunto a aquello que les sucede a nuestros hijos sin abordarlo como un tema social que afecta más aún a quienes menos armas tienen es un nuevo paso en la creciente segregación entre muchachos de primera o de segunda categoría, con la indeseable consecuencia de reservar a las chicas el papel de víctimas cuando provienen de un entorno desestructurado. Urge tomar medidas, dejar a un lado nuestros hermosos principios de blindaje de la libertad, y aceptar que poner límites es una manera de proteger a quien carece de un amparo básico. No podemos cederlo todo al castigo cuando se produce un hecho condenable, hay que ser valientes, comprometerse con una abierta educación sexual, tanto en los centros públicos como en esos concertados a los que permitimos que acuda un exministro a dar el mitin contra el aborto.
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