Una revolución imparable
La represión de Irán contra las mujeres nos habla del miedo, como lo hace el escandaloso número de asesinatos de mujeres con el que cerramos el año en España. Ambos son un intento trágico y desesperado de recuperar por la fuerza algo que se está perdiendo


El hombre que mata a una mujer se comporta exactamente como el dictador que la reprime con brutalidad por entender que su emancipación ataca al corazón del orden que busca perpetuar. Tanto en el crimen machista como en la dictadura, domina esa concepción medieval de la mujer como instrumento, como mero objeto, reducida a un cuerpo siempre disponible y a quien se niega su condición de ser libre. Mientras en una teocracia la represión contra las mujeres consiste en despojarlas de cualquier estatus social y sacarlas de la vida pública, en nuestras aseadas democracias los crímenes machistas son el precio que pagamos en la esfera íntima por nuestras conquistas en el ámbito público. Así lo afirma la pensadora francesa Camille Froidevaux-Metterie: el hombre que mata a una mujer es como el líder autoritario que castiga con violencia un discurso crítico. La violencia niega cualquier posible relación igualitaria: solo reina la arbitrariedad. Por eso la violencia machista ataca al mismo núcleo democrático de nuestras sociedades, mostrándonos que la igualdad es todavía un espejismo.
Esta semana hemos visto esa doble dinámica, lejos, pero también en casa. Sarasadat Jademalsharieh tiene 25 años y es una de las ajedrecistas más prometedoras del mundo, pero lo que hace formidable su historia es que, siendo iraní, se haya atrevido a jugar sin velo el mundial de partidas rápidas de Kazajistán, como ya hiciera su compatriota, Elnaz Rekabi, en el mundial de escalada de octubre. Sarasadat no se ha arrugado ante un régimen que busca inocularle el sentimiento de vergüenza, un mecanismo de subyugación tan antiguo como el patriarcado. Es demasiado común que la vergüenza, como actitud frente al mundo, se materialice de forma sistemática en las mujeres, al interiorizar una norma de inferioridad que las obliga a invertir la carga de la culpa por aquello que les sucede. Sarasadat lucha por dejar de ocultar su rostro, la forma de su cuerpo, su mente maravillosa, precisamente porque no hay nada vergonzoso en ellos. Las mujeres maltratadas también suelen pensar que lo que les ocurre es culpa suya, por vestirse inadecuadamente, por ser supuestamente malas madres o esposas.
Pero la represión de Irán contra las mujeres nos habla del miedo, como lo hace el escandaloso número de asesinatos de mujeres con el que cerramos el año en España. Ambos son un intento trágico y desesperado de recuperar por la fuerza algo que se está perdiendo. Las mujeres iraníes, con el valiente apoyo de los hombres de la generación del 2000, quieren conquistar su vida pública, los derechos sobre su cuerpo y su alma. En nuestro país, está pendiente la revolución en la esfera de lo íntimo, para completar de una vez la promesa feminista de que somos efectivamente libres e iguales a los hombres, ese principio ligado tan profundamente a la condición democrática de cualquier sociedad: sin igualdad, no hay democracia. Así que queda un largo camino por recorrer, pero la energía que nos llega de mujeres como Sarasadat nos muestra que esta revolución, la nuestra, la de todas, es imparable.
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