Tierra violada
La guerra rusa contra Ucrania condena a sus ciudadanos a no tener esperanza, fundamentalmente, para que nunca puedan vivir como nosotros, europeos como ellos


Camino tranquilamente mientras escucho a Elena Yanes informando sobre las últimas noticias de Ucrania. Jueves tarde ataque indiscriminado contra población civil, esta vez misiles de crucero impactaron en Vinnitsia. Nada que ya nos llame mucho la atención. No porque no sea una tragedia sino porque, desgraciadamente, no es novedad. Así era incluso para los vecinos de una localidad cuya historia contemporánea la singulariza la violencia a la que ha sido sometida: una matanza estalinista primero, pocos años después hitleriana. Pero a pesar de este pasado, a pesar de la guerra presente, o tal vez por ese pasado y por esta guerra, el jueves parecía como si fuese un día normal, como los de antes en Vinnitsia. Había quien iba de compras o quien paseaba en bicicleta o esa madre que andaba por las calles con su hija Lisa de la mano. Tenía cuatro años. Murió junto a decenas de vecinos. No impresiona tanto la cifra —los fríos números que se acumulan día tras día— como la cotidianidad, otra vez profanada de quienes querrían una vida como la nuestra, caminar tranquilamente por su ciudad.
Por eso luchan, razonaba Timothy Snyder en su grito atronador dirigido a Jürgen Habermas. Pero el filósofo alemán, según el historiador estadounidense, estaría incapacitado para comprenderlo porque su perspectiva nunca había dejado de ser la de una nación europea dominante, la alemana, colonizadora, incapaz de ubicarlo en la conciencia de una nación colonizada como Ucrania, cuyo dolor no ha sido escuchado, tal como Snyder mostró en esa inmersión en los infiernos de la humanidad que es Tierras de sangre. Dejar de ser ese país condenado es lo que solo habría empezado a ser imaginable tras el colapso soviético. La actual lucha contra la invasión imperialista debería comprenderse, fundamentalmente, como la defensa de esa esperanza nacida entonces: “la primera oportunidad real de crear unas generaciones que miren hacia el futuro”, el afán de consolidar un modelo de libertad política asociado a nuestra Europa.
Pero esa esperanza se aleja cada vez más del presente. Vladímir Putin ordena la destrucción de ciudades y el incendio de los campos de cereales y, a través de Ucrania, consigue crear inestabilidad global al tener la capacidad de amenazar con el arsenal nuclear, provocar crisis alimentarias que son la antesala de nuevas hambrunas e imponer el pánico energético al usar el control de la llave del gas del que el continente no puede prescindir. En el Kremlin se sabe cómo hacer daño a todos los niveles, la suya es una estrategia de guerra de tierra quemada, de sociedad violada.
Soldados del ejército ruso lo hicieron en el pasado. Lo vuelven a hacer ahora, como el pasado lunes puso negro sobre blanco la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa en el informe que dio a conocer sobre los crímenes contra la humanidad. Violar es otra arma siniestra, “una forma sistemática, racionalizada y organizada de hacer la guerra”, como escribió Máriam Martínez Bascuñán en una columna sobrecogedora. ¿Quién escucha ese dolor? ¿Cómo resuena ese grito? A pesar del dolor íntimo, cada vez se documentan más casos de violación.
Al llegar a casa, tranquilamente, leo el artículo de Joshua Yaffa que colgaron en The New Yorker. El tema es el tratamiento psicológico que reciben ucranias que han sido violadas por soldados. No solo son espantosas las escenas que se describen —encierros durante días en sótanos, violaciones en grupo, la obligación de contemplar lo que le hacen a tu esposa o a tu hija— sino la actitud política que los agresores han demostrado reiteradamente al cometer los abusos. “Debes saber que el ejército ruso es fuerte, para que nos recuerdes y nos temas”, les decían. En el caso de una niña, según le contó a un psicólogo, los violadores le dijeron que le estaban provocando un trauma para castigar a su “nación de fascistas”. No hay duda. Se las condena a no tener esperanza, fundamentalmente, para que nunca puedan vivir como nosotros, europeos como ellos.
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